lunes, 19 de julio de 2021

La INCÓGNITA

 

LA INCÓGNITA

 

 

 

El cuarto de mi abuela era como un santuario. Al entrar debía hacerlo de puntillas, casi rozando el mosaico de rombos marfil y negro que embaldosaba el suelo.

         -Pasa, no te quedes ahí -decía nada más verme franquear la puerta.

         Mi abuela era muy coqueta y la sorprendía siempre frente al espejo de su cómoda plagada de viejas fotografías.

         Yo la contemplaba mientras se empolvaba la nariz y las mejillas o mientras se acercaba a la nuca una perilla de goma cubierta de tul que remataba un precioso frasco de cristal tallado. Presionaba suavemente, y la habitación se impregnaba de un intenso olor a flores. Luego, se ponía unos zapatos negros de medio tacón, se ahuecaba el pelo con los dedos y sonreía satisfecha. Aún se encontraba guapa.

         -Ya estoy lista, ¡vamos!

Nos marchábamos calle abajo atravesando el paseo de El Borne, presumiendo ella de nieta y yo de abuela ante la gente que deambulaba. Al llegar a la Granja Royal nos servían chocolate con nata y bizcochos cuartos y yo me sentía deliciosamente feliz.

        

Otras veces, me quedaba quieta para saborear mejor la disposición de los objetos e interiorizarlos hasta anotarlos en la memoria:

 El centro lo dominaba la cama de cerezo con cuatro columnas salomónicas, una en cada esquina. Una colcha adamascada de color ocre cubría los dos colchones de lana que se deshacían y rehacían una vez al año, la cama quedaba tan alta que mi abuela, que era bajita, tenía que encaramarse a un taburete para poder acceder a ella.

A cada lado, haciendo juego, las mesillas de noche en las que se amontonaban alrededor de un quinqué estilo años veinte, imágenes en miniatura hechas de concha o de pasta, de la Virgen de Lourdes y de Fátima, escapularios de tela con la Virgen del Carmen, un misal y un libro de Kempis.

Cuando mi abuela no tenía plan para salir yo pasaba la tarde con ella y presenciaba fascinada esos quehaceres de ordenar sus cosas.

Levantaba el atril del reclinatorio y extraía numerosas estampas que representaban santos y vírgenes, del Sagrado Corazón, de la Inmaculada o de san Antonio, todos orlados por un ribete negro. Detrás, bajo una cruz también negra, se leía la inscripción R.I.P y los detalles del óbito del familiar, entonces comenzaba a clasificar los recordatorios por orden de fechas.

-Este era el tío Bernardo que se casó con su prima María que era una belleza.

Y me iba contando las vidas de sus antepasados y los míos, que yo recibía con un grado óptimo de admiración. Cuando terminaba, yo le hacía la misma pregunta:

-Abuela, ¿cuándo arreglamos el armario?

-Hoy no, otra tarde que tengamos tiempo.

El armario quedaba alineado perpendicularmente con la cama. Era una pieza que suscitaba mi curiosidad, hasta el punto de que uno de los motivos que me llevaba a desear ayudarla era conseguir que me lo enseñara y me permitiera hurgar en él. Sus tres cuerpos remataban en un pequeño capitel en el que se intercalaban pequeñas columnillas entornilladas. En cada lado de los frontales se encastraban dos espejos de luna; la puerta central, toda de madera, escondía de arriba abajo una hilera de cajones.

 

Pasaron varios años, un día de verano encontré a mi abuela frente al armario, con la parte central extendida, dejando los compartimentos al descubierto.

- ¡Abuela! ¡Por fin has roto el misterio!

-Hoy he decidido desempolvar mis recuerdos.

Y ante mi mirada de asombro exclamó:

-Venga, necesito tu ayuda, no irás ahora a echarte atrás.

-No, abuela, lo estoy deseando.

-Pues empecemos.

Aquellas palabras sonaron en mis oídos como un regalo que se me ofrecía en el momento más inesperado. El armario constituía para mí un tesoro infranqueable y lo que custodiaba en su interior había creído que permanecería oculto hasta su muerte.

Al ir extrayendo los cajoncillos, fui enterándome de lo que había sido su juventud, lo iba advirtiendo al leer los distintos paquetes de cartas atados con cintas de color azul o púrpura y al contemplar las postales salpicadas de rosas y claveles rodeando niñas con un gato o un perro en los brazos; o las de petimetres en pose de baile. En el reverso había escritas dedicatorias en letra picuda, casi ininteligible, esquelas de amor en verso, recados en prosa declarando entrega y pasión. Mi abuela se casó muy joven pero nunca se le ocurrió romper las misivas de sus pretendientes, formaban parte de una época pasada que no podía, no debía eliminar de sus cofres. Al verlo me transporté a otro tiempo, a su tiempo. Y pensé que debía seguir adelante.

 

-Abuela, ¿qué hay dentro de las otras puertas, las que tienen el espejo?

-La verdad es que no pensaba abrirlas, pero si te interesa podemos mirar un rato. -Asentí con entusiasmo ante la ocasión de descubrir otra incógnita.

 

La llave, algo oxidada, logró hacer ceder la cancela de cada uno de los cuerpos para mostrar una colección de vestidos que fue sacando y colocando sobre la cama con sumo cuidado mientras reprimía la nostalgia: trajes de noche, de seda, de calle, conjuntados con sombreros y zapatos, trajes que deseaba probarme, que me hubiera gustado lucir, desgastados, trajes años veinte y trajes años treinta, vestidos encantadores que usaba ella para gustar, en aquellos locos y desenfadados años, en los que una parte de la sociedad se divertía mientras otra sufría las consecuencias de entre guerras.

Ante esa maravilla, me estremecí pensando que aquellos objetos ocultos eran un compendio de vida, decían más que las palabras.

-No cuentes a nadie que te he enseñado mi armario.

-No abuela, será nuestro secreto.

Con emoción comprendí que ya nunca más volvería a abrirlo.

 

A los quince días murió.

Contemplé el armario cerrado que yo tampoco abriría. Dentro quedaba el tiempo, un tiempo con ráfagas de placer y dolor conservados para que nada ni nadie pudiera turbar ni enturbiar una existencia que quedaba ahí, en la penumbra oscura de un ropero antiguo.

 

 

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