ANDE, ANDE, ANDE
Salíamos
de casa a las once y media de la noche el día veinticuatro de diciembre.
Mis
padres y mis hermanos, todos llevábamos el abrigo abrochado hasta el cuello,
las bufandas de lana enrolladas en forma de pasamontañas y los guantes
enfundados en los dedos. El frío nos empañaba los ojos hasta saltársenos las
lágrimas. Caminábamos por las calles solitarias del pueblo para llegar a la
capilla de las monjas.
Luego,
la misa del gallo, las luces y los villancicos. El coro de las huérfanas
internas sonaba como si fuera de otro mundo. Canciones al Niño Dios, al portal
de Belén, a los pastores, a la Noche, a la Paz.
La
misa terminaba entrada la una; yo pensaba que eso era la Navidad verdadera, la
sentía, la emoción se metía en mis huesos y en mi piel. En casa nos esperaba la
chimenea encendida, los platos de turrones y el cava.
Unas
voces roncas me sacaron de mi abstracción: Esta
noche es Nochebuena y mañana Navidad, dame la bota María que me voy a
emborrachar. Ande, ande, ande la
Marimorena. Ande, ande, ande que es la Nochebuena. A medida que avanzábamos,
los gritos se oían más cerca. Hacia la mitad de nuestro itinerario tropezamos
con dos personas, un hombre y una mujer rodeados de cuatro chiquillos vestidos
con ropas viejas. Él sostenía una botella de vino casi vacía y desde el
bolsillo del pantalón asomaba la otra. Llevaba la americana remendada en los codos,
andaba dando traspiés y bebiendo a sorbitos. Ella, con un pañolón negro sobre
los hombros hacía sonar la pandereta con dos tapas de cacerola. De cuando en
cuando acercaba la boca a la abertura del frasco de tinto. Luego les daba a los
niños.
Me
quedé mirando sobrecogida, vi cómo saltaban y cantaban alegres, porque era
Navidad. No les esperaba una buena cena, ni turrones, ni la lumbre de unos
leños. Se aferraban al alcohol, la medicina de sus males, el elixir que les proporcionaba
la felicidad momentánea y les calentaba el cuerpo. Ese día no se quedaban en
casa. Dame la bota María que me voy a
emborrachar. El son se perdía en las calles, en la noche, hasta la
madrugada. Luego, llegaría la resaca, el frío y la miseria.
Continuamos
andando, de pronto, un golpe seco nos obligó a girar en redondo. Unos metros
más allá, el borracho yacía tumbado en el suelo. A su lado, se hallaba agachada
la mujer con los ojos llorosos. Le gritaba: “Que no tiés ná, levántate que no
llegaremos nunca”. Pasado un rato, ambos seguían igual, él inconsciente y ella zarandeándole.
Mi
padre le puso la mano en el cuello, no parecía muerto, sino embotado a causa de
la embriaguez. Los rapaces habían cogido la frasca y se la pasaban de uno a
otro hasta quedar tirados, medio dormidos.
-Están
helados, si los dejamos aquí morirán de frío -comentó.
-Sí,
pero ¿qué podemos hacer? No sabemos a dónde llevarlos -decía mi madre.
-Iré a buscar mantas -respondió.
El
cielo estaba cubierto de estrellas y en medio del camino polvoriento, sin asfaltar,
sin un alma que cruzara entre la vía, una hoguera lanzaba sus llamas aportando calor
a una pareja y a sus pequeños. Iban envueltos en mantas. Alrededor, sentados
sobre otras prendas de abrigo, nosotros, mis padres y mis hermanos con los
turrones y el cava.
No dejamos de tocar las panderetas. Cuando
amaneció, con la voz ronca seguíamos entonando: Ande, ande, ande la Marimorena. Ande, ande, ande que es la Nochebuena.
El
sol se mostraba en el horizonte, indeciso aún. Dejamos a la familia descansando.
Mientras
nos dirigíamos a nuestra casa, la emoción se metía en mis huesos y en mi piel. Por
primera vez sentí que había vivido la verdadera Navidad.