viernes, 4 de enero de 2019

ANDE, ANDE, ANDE



ANDE, ANDE, ANDE



Salíamos de casa a las once y media de la noche el día veinticuatro de diciembre.
Mis padres y mis hermanos, todos llevábamos el abrigo abrochado hasta el cuello, las bufandas de lana enrolladas en forma de pasamontañas y los guantes enfundados en los dedos. El frío nos empañaba los ojos hasta saltársenos las lágrimas. Caminábamos por las calles solitarias del pueblo para llegar a la capilla de las monjas.
Luego, la misa del gallo, las luces y los villancicos. El coro de las huérfanas internas sonaba como si fuera de otro mundo. Canciones al Niño Dios, al portal de Belén, a los pastores, a la Noche, a la Paz.
La misa terminaba entrada la una; yo pensaba que eso era la Navidad verdadera, la sentía, la emoción se metía en mis huesos y en mi piel. En casa nos esperaba la chimenea encendida, los platos de turrones y el cava.
Unas voces roncas me sacaron de mi abstracción: Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, dame la bota María que me voy a emborrachar. Ande, ande, ande la Marimorena. Ande, ande, ande que es la Nochebuena. A medida que avanzábamos, los gritos se oían más cerca. Hacia la mitad de nuestro itinerario tropezamos con dos personas, un hombre y una mujer rodeados de cuatro chiquillos vestidos con ropas viejas. Él sostenía una botella de vino casi vacía y desde el bolsillo del pantalón asomaba la otra. Llevaba la americana remendada en los codos, andaba dando traspiés y bebiendo a sorbitos. Ella, con un pañolón negro sobre los hombros hacía sonar la pandereta con dos tapas de cacerola. De cuando en cuando acercaba la boca a la abertura del frasco de tinto. Luego les daba a los niños.
Me quedé mirando sobrecogida, vi cómo saltaban y cantaban alegres, porque era Navidad. No les esperaba una buena cena, ni turrones, ni la lumbre de unos leños. Se aferraban al alcohol, la medicina de sus males, el elixir que les proporcionaba la felicidad momentánea y les calentaba el cuerpo. Ese día no se quedaban en casa. Dame la bota María que me voy a emborrachar. El son se perdía en las calles, en la noche, hasta la madrugada. Luego, llegaría la resaca, el frío y la miseria.
Continuamos andando, de pronto, un golpe seco nos obligó a girar en redondo. Unos metros más allá, el borracho yacía tumbado en el suelo. A su lado, se hallaba agachada la mujer con los ojos llorosos. Le gritaba: “Que no tiés ná, levántate que no llegaremos nunca”. Pasado un rato, ambos seguían igual, él inconsciente y ella zarandeándole.
Mi padre le puso la mano en el cuello, no parecía muerto, sino embotado a causa de la embriaguez. Los rapaces habían cogido la frasca y se la pasaban de uno a otro hasta quedar tirados, medio dormidos.
-Están helados, si los dejamos aquí morirán de frío -comentó.
-Sí, pero ¿qué podemos hacer? No sabemos a dónde llevarlos -decía mi madre.
 -Iré a buscar mantas -respondió.

El cielo estaba cubierto de estrellas y en medio del camino polvoriento, sin asfaltar, sin un alma que cruzara entre la vía, una hoguera lanzaba sus llamas aportando calor a una pareja y a sus pequeños. Iban envueltos en mantas. Alrededor, sentados sobre otras prendas de abrigo, nosotros, mis padres y mis hermanos con los turrones y el cava.
 No dejamos de tocar las panderetas. Cuando amaneció, con la voz ronca seguíamos entonando: Ande, ande, ande la Marimorena. Ande, ande, ande que es la Nochebuena.
El sol se mostraba en el horizonte, indeciso aún. Dejamos a la familia descansando.
Mientras nos dirigíamos a nuestra casa, la emoción se metía en mis huesos y en mi piel. Por primera vez sentí que había vivido la verdadera Navidad.


      

miércoles, 2 de enero de 2019

ES NAVIDAD


ES NAVIDAD




            El viejo le explicaba al nieto la historia. Hacía frío, los leños chisporroteaban en la chimenea del hogar. Le había preguntado qué era la Navidad.
            -Debes saberlo, todo el mundo debería saberlo. Hace más de dos mil años nació un niño en una tierra lejana. En su mochila traía muchos mensajes. Y ocurrió que, mientras iba creciendo, se desprendía de alguno y así aligeraba su maleta. Los dejaba en cualquier lado, en las casas de los vecinos y en las de los amigos.
            “Al hacerse mayor, comenzó a viajar por los caminos y continuó vaciándola como cuando era pequeño. La gente los almacenaba y después de mirarlos los echaba en saco roto, eso quería decir que los perdía por los agujeros de su talego”.
            “Otros, en cambio, los guardaban como tesoros. Ya te he dicho que esto ocurrió hace muchos años en un país muy lejano”.
            El viejo hizo una pausa, y el nieto le preguntó.
            - ¿Tú sabes lo que decían esos mensajes?
            -Sí, eran tristes y alegres. Los tristes aseguraban que el mal se había apoderado de los humanos, reinaba en ellos desde que el hombre era hombre y estaba invadiendo el planeta. La maldad se enseñoreaba de gran parte de las personas de todos los países y de todos los tiempos. Cuando los ángeles lucharon por el bien y el mal, venció este último, ganaron los malos, entonces la mezquindad se adentró en las mentes y se volvieron crueles y egoístas.
            “Por eso nació ese niño cargado de promesas buenas, por eso las repartió, aunque sólo unos pocos las asimilaron y las pusieron en práctica. Gracias a ellos el mundo aún sobrevive. Son los que, a lo largo de las generaciones, creen en el bien”.
                El viejo hizo otra pausa y el niño le preguntó.
            - ¿Tú sabes qué es el bien?
            -Claro, es pensar en los demás, es comprender, es ayudar y, sobre todo, es amar. Esos eran los mensajes alegres que aquel niño que nació hace mucho, en una tierra lejana, quería enseñar a los hombres.
            “Ese niño llevaba la Paz en su mochila para contrarrestar a los violentos, a los codiciosos y a los desalmados”.
            El viejo volvió a hacer otra pausa y dijo.
            -No creas que la navidad es estar muy contento durante una época del año y comprar muchas cosas. La Navidad tiene su espíritu y hay que comprenderlo. ¿Sabes cuál era uno de los mensajes de aquel niño? Sus palabras eran estas: Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.  Ya ves, sólo pretendían recordar que siempre habrá quienes la desean y da igual que sólo sean unos pocos los que se enfrentan a las injusticias.
            El viejo se quedó contemplando la leña. Las llamas formaban figuras extrañas, con miradas feroces, engulléndose unas a otras; veía el mundo en toda su dimensión, el odio cubría sus rostros, sin parar nunca; personajes que se esfumaban daban paso a otros nuevos, repetidos e iguales.
            Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Abrazó a su nieto.
            - ¿Te has dado cuenta? Hoy es Navidad.
            El niño no dijo nada, se incorporó y se acercó a la ventana, era de noche. El abuelo fue tras él, le dio la mano y salieron a la calle. Una multitud poblaba las aceras; personas de todas las edades; apenas se distinguían unas de otras; ricos y pobres, gentes sin rostro que encerraban sus sentimientos en un abismo interno, máscaras silenciando todas las pasiones y estados de ánimo, la tristeza, la alegría, la codicia, la desesperación, la soledad, el amor y el odio.
            Todas constituían un enjambre de sensibilidades y reacciones. El abuelo le dijo a su nieto.
            -El mundo está repleto de individuos que encubren sus comportamientos, ahí están, no adivinarás cuánto daño son capaces de hacer.
            El niño miró hacia arriba y respondió.
            -Abuelo, no quiero adivinar lo que ocultan las personas, quiero encontrar lo bueno de la gente, por eso estoy buscando en el cielo una señal, como esa que luce en el cielo.
El abuelo miró también, y la vio. Estuvieron largo rato contemplando el resplandor que anunciaba la bondad de los hombres. Las nubes formaban figuras de manos tendidas hacia los pobres, de abrazos a los que sufren, de ofrecimientos generosos de hospitalidad a los desheredados de la Tierra.
 -Esa luz se ha orientado en el cielo porque es Navidad. Ahora entiendo por qué se celebra este día. Está fija para mostrarnos su significado.
            -Así es, ahora has conocido su espíritu y lo has comprendido.   
            El abuelo le dio un beso al nieto y juntos regresaron a la casa sonriendo.
            - ¿Sabes? -le dijo-. La navidad existirá siempre mientras haya niños sobre la Tierra, porque son puros y aún no se han maleado.
            -Abuelo, y también para los ancianos como tú que eres puro igualmente.
            En las alturas, una estrella les guiñaba el ojo.