Todos
los caminos de mis sueños llevan a un bosque, son siempre senderos solitarios,
largos, entrecruzados por árboles altísimos que no dejan casi atravesar la luz.
Caminos bordeados de maleza y zarzamoras a veces, cuando el río esta cerca. En
el otoño las hojas de los castaños alfombran el suelo, si las piso, sé que me
llevan a un castillo, pero esta lejos, lo veo recortarse al final y nunca
llego.
Descanso en el borde de una fuente, rebosa el agua que arrojan de su
boca tres Hércules mientras sostienen tres columnas adornadas con hojas de
acanto. Enfrente hay un palacio neoclásico, pero yo busco el castillo.
En los castillos siempre hay
brujas malvadas o magos o dráculas o fantasmas que defienden bajo su capa
perversa lo esotérico del mundo. Yo busco los tesoros que esconden, la piedra
filosofal, el elixir de la eterna juventud, la sabiduría, el secreto único.
Me extasío en el bosque, los pájaros son los amos, se espantan a mi
paso. Sobre este enjambre de ramas se cuentan, de padres a hijos, de generación
en generación, las miserias humanas, la crueldad y el poder; la inocencia y la
bondad de todos los que han pasado caminando
por el bosque y han guardado los enigmas en el castillo.
De generación en generación, de padres a hijos, se cuenta que Caperucita
cantaba y jugaba por las lindes del bosque y se encontró con el lobo. Pulgarcito
y sus hermanos tuvieron que andar muchas horas para alcanzar la casa de la
astuta bruja después de que sus padres les abandonaran, y Hansel y Gretel,
(la otra versión), fueron presa de la crueldad humana y del canibalismo.
Por los caminos llegaba el Gato con Botas al castillo, el
embaucador y mentiroso gato. Yo quería pisar baldosines amarillos para
encontrar al mago bueno que sabía devolver corazones y cerebros. Pero la bruja
no descansaba tranquila. Las brujas siempre están al acecho para hacer daño.
La Bella Durmiente esperó
cien años para que un príncipe atravesase la senda espesa plagada de espinos y Blancanieves
tuvo que esconderse de su madre-bruja en el bosque.
Varios caminos confluyen en la fuente del Niño de la Espina.
Esta seca. Me subo hasta la efigie de
mármol negro y contemplo su vista
absorta sobre la planta del pie, el niño únicamente mira su pie, igual que
hacen los siglos a su paso y yo quiero divisar el infinito, hasta donde llegan
mis ojos, para adivinar los misterios del bosque.
Me pierdo en un laberinto, tengo que elegir: o los Chinescos o
el río. Sé que si sigo el curso de la corriente hacia arriba encontraré el
castillo y sé que está en ruinas. Nunca he llegado y ahora lo intento. ¿Y si me
cierran las puertas de este bosque? ¿Y si me invade la noche? Al final todas
las historias de brujas acaban bien.
El sol se esta poniendo ya y yo continúo por la ruta que me he
trazado, el cauce se alarga indefinidamente, las ramas del boscaje se espesan,
apenas hay luz, pero al final está el castillo. De generación en generación y
de padres a hijos, oigo la voz: el Castillo de Irás y no Volverás y me
inquieto como todas las veces que lo escucho. ¿Estaré en el camino de Irás y
no Volverás?
Muchas veces he ido y he vuelto, ahora ando a paso ligero y ya no
tengo miedo porque el castillo está cerca. Es el castillo de mis sueños, donde
quiero encontrar, como los héroes de las historias, el elixir que extirpe la
maldad de los lobos, la pócima que narcotice la crueldad de los fanáticos hacia
los niños y el conjuro de las brujas y de los magos para que vaporice la
ambición de los poderosos.
Estoy ante un largo camino, aunque el castillo está cerca, tendré que
luchar contra monstruos y dragones, pero no me importa, porque la humanidad es
sabia y por eso cuenta esas historias, de generación en generación y de padres
a hijos, es como repetir por enésima vez la vida y es andar por el bosque y
buscar ese castillo donde se esconde la magia para volver a soñar.
Voy por otros caminos, veo mis pasos deambular por una calle ancha y
vieja bordeada de casas bajas, de paredes sucias; los chiquillos, con la cara
churretosa, juegan a las canicas. Al pasar me miran, voy bien vestida, ella
come, piensan, ellos tienen hambre, pienso yo, y me estremezco, pero no sé qué
hacer.
Las
campanas de un convento suenan cerca, las monjas tocan al ángelus, todos se
arrodillan y se santiguan, los niños dejan su juego, las mujeres abandonan en
el suelo las canastas con la ropa que llevan al lavadero público porque no hay
agua corriente en el barrio, los cojos y los lisiados se quedan quietos.
La oración termina, la normalidad
vuelve, yo regreso a casa. Atravieso un portal grande de madera, entro en unos
aposentos enormes y destartalados, las ventanas casi tocan el suelo y están
blindadas con barrotes para que no se cuele nadie.
Por la calzada avanza un cortejo fúnebre y negro, tras el carricoche,
con dos caballos, las mujeres enlutadas plañen y gritan y agitan sus brazos
tras el difunto. Lloran todos, las piedras rezuman lágrimas, a lo lejos los
cerros coronan el valle inundado, el río también se desborda.
Lo veo sobrecogida con mis ojos
de niña, observo la miseria y la tristeza, es que ha habido una guerra, me
dicen, y no hay comida ni trabajo, pero la muerte sigue cebándose.
Nos quedamos a oscuras, los apagones son un lujo, en mi calle nadie más que nosotros tiene restricciones.
Salgo con miedo, no soy como
ellos, me miran, la niña rica, piensan, y ando deprisa para recorrer cuanto
antes el camino por donde pasaba el rey, pero ahora la calzada está poblada de
rostros famélicos y de hombres mutilados por las balas de hermanos.
Desde fuera veo mi casa, es la más grande, no
me gusta vivir en ella, busco otros senderos y otros rostros que no estén
destruidos, quiero encontrar el castillo.