domingo, 11 de noviembre de 2018


SOBREVIVIENTES


Alrededor de la mesa redonda se sentaban tres hombres y tres mujeres unidos por el verbo y la palabra. Sus corazones eran puros. Habían superado el hambre, el dolor y la muerte.
El de la piel como la noche dijo.
-Es hora de empezar.
-Hay mucho trabajo -respondió el de los ojos oblicuos.
-No podemos salirnos del esquema otra vez -dijo la mujer de pelo ralo y la mirada de aceituna.
-Debemos arrancar el pasado de nuestra memoria -afirmó la de la tez como la nieve.
Los seis juntaron su sangre y sellaron el compromiso.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

QUERIDA TÍA


QUERIDA TÍA




 Julia leyó el remitente después de un día agotador. Tenía en sus manos la carta de una persona desconocida. No le interesaba demasiado el escribiente; quien quiera que fuese, no dudaba de que sería algún medio de publicidad, utensilios quirúrgicos o vendedores farmacéuticos. No estaba para atender nada, podía tirarla directamente a la papelera o antes de romper el sobre leer el contenido. Decidió que la abriría más tarde. La dejó sobre la mesa del salón, se recostó en el sofá y cerró los ojos. Todo se arremolinaba en su cabeza, el hospital, pacientes, embarazadas, mujeres con enfermedades vaginales, prostitutas, revisiones de mayores y más jóvenes, y la adolescente inquieta, temblorosa. Ella teniendo que tomar decisiones, ¿quién era ella para decidir? “Y tus padres?”, “mis padres no, por favor”. Luego, salir corriendo para recoger a los niños de las últimas actividades, la ducha, la cena.
            Si Alberto no estuviera siempre de viaje, tendría una ayuda, compartirían los trabajos, comentarían sus dudas, sería un apoyo frente a tanto sufrimiento como el que desfilaba a diario por su consulta. Alberto era como un fantasma, apenas se veían.

            La lancha se deslizaba por las aguas tranquilas del lago Pátzcuaro. El remero lo cruzaba una vez más, como tantas en que llevaba a los turistas de una margen a otra. Julia apretaba a los mellizos sentados a cada lado suyo, como si debiera protegerles del hechizo de sus profundidades. Un aliento invisible la rodeaba, un soplo que le sobresaltaba, que no la dejaría hasta que respondiera afirmativamente a su deseo-mandato.
            Desembarcaron cerca del hotel. El Portón del Cielo se alzaba majestuoso haciendo honor a su nombre. Tras la cena, subió con los niños a la suite, en el último piso. Desde que llegaron a México, dos días antes, no habían hecho preguntas, les dio las respuestas justas al salir de Madrid. “Sólo estaremos fuera una semana, es importante”. A Miriam y a Juan les pareció bien, viajar siempre les parecía bien, les daban igual los motivos de la madre.
             Les contempló, estaban profundamente dormidos en sus camas, ella no podía hacerlo. Nada más llegar, la sombra se había convertido en una visión, era un espectro que se acentuaba y le susurraba que ese era su día y, ahora que no quedaba luz en el horizonte y el sol dejaba paso a la luna naciente, comenzaba su noche. Una angustia nueva y vieja a la vez la torturaba, desde que tomó la decisión de acceder a la cita y coger el avión que la llevaría hasta la misma Ciudad. Sin saber cómo, se encontraba rodeada de lujo, bloqueada por millones de dólares que la cubrían entera como una túnica interminable.
            Echó una mirada a los niños, no se despertarían. Salió de puntillas, en la recepción dio una generosa propina al conserje para que se ocupara si tenían algún problema, luego cogió un taxi, se mezcló entre la multitud de catrinas y máscaras que danzaban por las calles e intentó deshacerse de la angustia que la consumía.
            ¿Habría leído Alberto su nota? La recordaba al pie de la letra, la había dejado sobre la mesilla de noche. “Supongo que mi ausencia no te importará, a fin de cuentas, apenas nos hablamos, casi no nos conocemos. He liquidado mi contrato en el hospital por una vida mejor. No tengo intención de volver. Me llevo a los niños una temporada, hasta que quieras verlos. Entonces llegaremos a un acuerdo para compartir la custodia. En cuanto tenga una dirección fija te la mandaré”.  
 Luego escribió al señor Antúnez, apoderado de su tía Ernestina, fallecida en México hacía una semana. Le comunicaba que para recibir su legado como única beneficiaria debía personarse en la ciudad lo antes posible.
 Se sumió en el torbellino de las ánimas que se agitaban, sarcásticas, haciendo bromas a sus parientes. Su tía estaba allí, la presentía y la cercaba. “Eres mi única heredera, la hija de mi hermano”, repetía en un murmullo, el eco atronaba sobre su cabeza y rebotaba en su cuerpo. No parecía dispuesta a abandonarla y debía resistirse, debía hacer algo.
 Comenzó a temblar de rabia. Se dirigiría al Camposanto, la visitaría en su tumba, en su nuevo hábitat entendería que ella no era así.  
Lo vio enseguida. Era el mausoleo del ángel con las manos juntas, enorme, exultante. En la lápida de mármol la inscripción decía:

ERNESTINA GONZÁLEZ (28 de octubre de 2018)

Se sentó sobre ella y le respondió.
“¿Por qué me has hecho donación de todos tus bienes? ¿Por qué lo dejé todo pensando comenzar una vida de riqueza en un país distinto? No nos conocíamos. Firmé agradecida, ante notario, la aceptación de la herencia. Ahora que sé cuáles eran tus boyantes negocios, voy a renunciar. No podría nunca vivir a expensas de la cadena de casas de prostitución que me transfieres”.
Julia regresó andando al Portón del Cielo. Se había quitado de encima una losa más pesada que todas las lápidas. Por el camino pensó en la adolescente que le pidió abortar, en su mirada suplicante, en las múltiples violaciones silenciosas y en las redes de prostitución que le estremecían.  Tendría que empezar de nuevo en un lugar extraño, pero no volvería.
Lejos, el lago Pátzcuaro reflejaba la sombra del hermoso hotel. Alberto no la había llamado.
           


lunes, 5 de noviembre de 2018

Una cita


 UNA CITA 




 Julia leyó el remitente después de un día agotador. Tenía en sus manos la carta de una persona desconocida. No le interesaba demasiado el escribiente; quien quiera que fuese, no dudaba de que sería algún medio de publicidad, utensilios quirúrgicos o vendedores farmacéuticos. No estaba para atender nada, podía tirarla directamente a la papelera o antes de romper el sobre leer el contenido. Decidió que la abriría más tarde. La dejó sobre la mesa del salón, se recostó en el sofá y cerró los ojos. Todo se arremolinaba en su cabeza, el hospital, pacientes, embarazadas, mujeres con enfermedades vaginales, prostitutas, revisiones de mayores y más jóvenes, y la adolescente inquieta, temblorosa. Ella teniendo que tomar decisiones, ¿quién era ella para decidir? “Y tus padres?”, “mis padres no, por favor”. Luego, salir corriendo para recoger a los niños de las últimas actividades, la ducha, la cena.
            Si Alberto no estuviera siempre de viaje, tendría una ayuda, compartirían los trabajos, comentarían sus dudas, sería un apoyo frente a tanto sufrimiento como el que desfilaba a diario por su consulta. Alberto era como un fantasma, apenas se veían.

            La lancha se deslizaba por las aguas tranquilas del lago Pátzcuaro. El remero lo cruzaba una vez más, como tantas en que llevaba a los turistas de una margen a otra. Julia apretaba a los mellizos sentados a cada lado suyo, como si debiera protegerles del hechizo de sus profundidades. Un aliento invisible la rodeaba, un soplo que le sobresaltaba, que no la dejaría hasta que respondiera afirmativamente a su deseo-mandato.
            Desembarcaron cerca del hotel. El Portón del Cielo se alzaba majestuoso haciendo honor a su nombre. Tras la cena, subió con los niños a la suite, en el último piso. Desde que llegaron a México, dos días antes, no habían hecho preguntas, les dio las respuestas justas al salir de Madrid. “Sólo estaremos fuera una semana, es importante”. A Miriam y a Juan les pareció bien, viajar siempre les parecía bien, les daban igual los motivos de la madre.
             Les contempló, estaban profundamente dormidos en sus camas, ella no podía hacerlo. Nada más llegar, la sombra se había convertido en una visión, era un espectro que se acentuaba y le susurraba que ese era su día y, ahora que no quedaba luz en el horizonte y el sol dejaba paso a la luna naciente, comenzaba su noche. Una angustia nueva y vieja a la vez la torturaba, desde que tomó la decisión de acceder a la cita y coger el avión que la llevaría hasta la misma Ciudad. Sin saber cómo, se encontraba rodeada de lujo, bloqueada por millones de dólares que la cubrían entera como una túnica interminable.
            Echó una mirada a los niños, no se despertarían. Salió de puntillas, en la recepción dio una generosa propina al conserje para que se ocupara si tenían algún problema, luego cogió un taxi, se mezcló entre la multitud de catrinas y máscaras que danzaban por las calles e intentó deshacerse de la angustia que la consumía.
            ¿Habría leído Alberto su nota? La recordaba al pie de la letra, la había dejado sobre la mesilla de noche. “Supongo que mi ausencia no te importará, a fin de cuentas, apenas nos hablamos, casi no nos conocemos. He liquidado mi contrato en el hospital por una vida mejor. No tengo intención de volver. Me llevo a los niños una temporada, hasta que quieras verlos. Entonces llegaremos a un acuerdo para compartir la custodia. En cuanto tenga una dirección fija te la mandaré”.  
 Luego escribió al señor Antúnez, apoderado de su tía Ernestina, fallecida en México hacía una semana. Le comunicaba que para recibir su legado como única beneficiaria debía personarse en la ciudad lo antes posible.
 Se sumió en el torbellino de las ánimas que se agitaban, sarcásticas, haciendo bromas a sus parientes. Su tía estaba allí, la presentía y la cercaba. “Eres mi única heredera, la hija de mi hermano”, repetía en un murmullo, el eco atronaba sobre su cabeza y rebotaba en su cuerpo. No parecía dispuesta a abandonarla y debía resistirse, debía hacer algo.
 Comenzó a temblar de rabia. Se dirigiría al Camposanto, la visitaría en su tumba, en su nuevo hábitat entendería que ella no era así.  
Lo vio enseguida. Era el mausoleo del ángel con las manos juntas, enorme, exultante. En la lápida de mármol la inscripción decía:

ERNESTINA GONZÁLEZ (28 de octubre de 2018)

Se sentó sobre ella y le respondió.
“¿Por qué me has hecho donación de todos tus bienes? ¿Por qué lo dejé todo pensando comenzar una vida de riqueza en un país distinto? No nos conocíamos. Firmé agradecida, ante notario, la aceptación de la herencia. Ahora que sé cuáles eran tus boyantes negocios, voy a renunciar. No podría nunca vivir a expensas de la cadena de casas de prostitución que me transfieres”.
Julia regresó andando al Portón del Cielo. Se había quitado de encima una losa más pesada que todas las lápidas. Por el camino pensó en la adolescente que le pidió abortar, en su mirada suplicante, en las múltiples violaciones silenciosas y en las redes de prostitución que le estremecían.  Tendría que empezar de nuevo en un lugar extraño, pero no volvería.
Lejos, el lago Pátzcuaro reflejaba la sombra del hermoso hotel. Alberto no la había llamado.
           


domingo, 8 de abril de 2018

EL GUARDIÁN SECRETO





EL GUARDIÁN DEL SECRETO




            Elena había subido al cerro del pueblo para hacer un poco de ejercicio. Una hora para subir y otra para bajar. Lo hacía cada sábado si no llovía. Cuando estaba arriba se sentaba en una piedra pulida y brillante y miraba lejos, hasta el horizonte que decían, para ella eso era más, era adivinar lo que se escondía detrás. Las noches de luna llena, en verano, permanecía quieta, respirando el halo que la rodeaba, imaginando su sonrisa burlona, de prepotencia. Desde un lugar tan alto, todo se vería diferente, el mundo pequeño a los pies no sería igual. Siempre pensaba que le gustaría ir a la luna, no en satélites, ni en platillos voladores, ni en ninguna nave de la serie Apolo. El problema era vivir en la segunda década del siglo veintiuno. Aún faltaba mucho por inventar, sin embargo, ella tenía en su memoria el conjunto de algunas teorías, sólo necesitaba que alguien se aventurara a ponerlas en marcha, alguien especial que conociera los secretos de la tierra y del cielo.
            Trabajaba como bibliotecaria; este empleo le daba acceso a toda clase de libros. Sobre todo, devoraba los que trataban de ciencia, de poderes ocultos o de leyendas ancestrales. “Una joven doncella mostrará la luz a los humanos”, decía una profecía. ¿A quién se refería? Acababa de cumplir veintidós años, aún le quedaba hacer el máster en biblioteconomía y se sentía tan vieja como si hubiera vivido setecientos años.
            La oscuridad cubría el altozano. Elena había esperado la salida de la luna sin resultado, un manojo de nubes se entrecruzaba y la engullían. Tampoco se veían estrellas, unas tinieblas espesas avanzaban ladera abajo. Se incorporó tanteando los matorrales, luego abrió mucho los ojos para observar dónde ponía los pies y evitar el peligro de rodar o caer al precipicio. Dio uno de los pasos en falso y advirtió que no pisaba suelo firme, se sostenía en el aire sin caerse. Al mismo tiempo, oyó una voz profunda que le decía.
            -No te va a pasar nada, estás en mi cueva, dame la mano.
            Elena extendió el brazo y sintió que una fuerza la cogía depositándola en el fondo. Era una estancia abovedada que irradiaba una luminiscencia natural. Un ser, un gigante de unos tres metros, la miraba atentamente. Llevaba una melena que le colgaba hasta las pantorrillas y sus enormes ojos parecían acariciarla. No estaba asustada, enseguida adivinó que no era un monstruo, sino una presencia tan antigua como el mundo.
            -El momento ha llegado -dijo la voz cavernosa-, una noche oscura vendrá una muchacha que no tendrá miedo a nada y será tan clarividente que, con su esfuerzo, la mente humana dará un gran paso.
            Elena no sabía qué responder, ni sabía qué esperaba de ella ese coloso.
            - ¿Quién eres?, ¿por qué vives apartado de todos?
            -Me llamo Olade y tengo muchas razones para esconderme aquí. Una, mi tamaño; dos, mi antigüedad; tres, soy diferente.
            - ¿Qué debo hacer? -Elena intuyó que estaba destinada a realizar algo específico.
            -Quiero que pruebes mis artilugios. Alguien tiene que hacerlo. Llevo toda la vida inventando todo eso que, desde el principio de los tiempos, la humanidad intenta conseguir sin éxito. La eterna juventud o volar, entre otras muchas.
            -Bueno, volar ya lo hacemos. Mi sueño es llegar a la luna por mis propios medios.
            -Es lo que voy a demostrarte. He construido unas alas, ya lo intentó Dédalo y se cayó al vacío. Lo mío es perfecto, he observado minuciosamente el vuelo de las aves, sobre todo, de las águilas. Es fácil, sólo hay que accionar un botón y seguir el ritmo acompasado, con otro mando se puede planear, dirigir el vuelo y programarlo.
            - ¿Eso es lo que me pides?, ¿Qué las pruebe?
            -Te pido mucho más, no sólo que atravieses el mundo, como los pájaros; si deseas llegar a la luna, tendrás que ponerte el traje especial para contrarrestar la gravedad y la falta de oxígeno.
            -Es fantástico, estoy dispuesta cuando quieras.
            -Empezarás ahora dando un breve paseo, el vuelo lunar lo dejaremos para la próxima luna llena.
            Elena se puso el equipo, se colocó las alas, dio un impulso y comenzó a elevarse por encima de las casas, de los pueblos y de los montes, después voló por encima del mar. Por primera vez sentía que pertenecía a su planeta, lo dominaba todo y era parte de ese todo, justo lo contrario de su hábitat en su pequeña porción de territorio. Así debían sentirse los pájaros, nunca gozaría de una libertad igual. Pasada media hora, el mando programado la devolvió a la gruta del gigante. Se despojó de su mecanismo y se despidió de Olade.
            -Acuérdate de venir en la próxima luna llena. No cuentes a nadie lo que has visto ni hecho, no te creerían.
            -Entonces, ¿de qué sirve tu invento?
            -Ya lo verás más adelante. Si funciona, y veo que sí, harán falta conferencias y demostraciones. Aparecerán los magnates de las finanzas, fundarán multinacionales, se llevarán la gloria y capitalizarán los ingresos por su venta. No estoy seguro de querer participarlo.
            -Pero los descubrimientos deben compartirse, son bienes para la humanidad.
            -Son bienes que pueden acarrear guerras.
            Elena se marchó a la vez feliz y desilusionada. Deseaba que los demás disfrutaran como ella de la plena libertad y de la contemplación de la tierra, como hacen las aves. Todos los sábados, al atardecer, se acercaba a la cueva, se ponía las alas y navegaba por los aires, por encima de los pueblos, de las casas y del mar.
            Cuando salió la luna llena, se encaminó a la gruta, se puso el traje, se encajó las alas y programó la subida directa hasta la luna. La tierra se hacía diminuta y la osa mayor se hacía grande, un mundo extraño le rodeaba, se posó sobre la superficie lunar y de repente, pensó que no valía la pena regresar.
            Olade sonrió. La doncella había comprendido. La humanidad aún no estaba preparada.
           
           
           
                 

martes, 2 de enero de 2018

El Bombero

EL BOMBERO La mesa estaba puesta con el mantel blanco bordado que le había regalado su madre cuando se casó. La vajilla de porcelana la compraron a plazos a los cuatro años. Un día llamaron a la puerta, era un hombre joven, bien trajeado, que convenció a María; a ella le pareció un diseño exquisito. “Hay que guardarla para los días especiales”, le dijo a Pedro. Sólo la usaban una vez al año. Lo mismo pasó con la cubertería y la cristalería. Todo lo almacenaba en la vitrina con cristales transparentes. Le gustaba mirarlos de tanto en tanto. En Navidades lo sacaba todo.

Contemplaba orgullosa el brillo de las copas y los platos y el contraste con la tira de muérdago bordeando el centro. El día antes empezó a preparar la cena tradicional, tal como la hacía su madre. Pedro, con los niños, acababa de terminar el belén. Ana tenía siete años y Manuel, nueve.

 María corrió las cortinas del salón. La luna asomaba casi llena y la miraba sonriente en esa noche de aire limpio, como su espíritu y sus sentimientos. Pensaba en los apuros económicos, en el sueldo del marido que apenas llegaba a fin de mes, en el trabajo de portera que había conseguido ella a principios de año en el ministerio y en el examen de bombero que acababa de aprobar Pedro. Ahora vivían con desahogo, y se sentía feliz.

De pronto sonó el teléfono, el timbre rompía la paz, la turbaba en ese momento sereno, a punto de dar las ocho. Lo cogió Pedro.

-Es para mí. Hay un incendio a unas cuantas calles de aquí. No tardaré.

 Le dio un beso a María y a los niños.

-Esperadme para cenar.

 -Claro.

 Ella se puso triste. Hasta en Nochebuena tenían que molestarle.

El camión de los bomberos volaba tocando las sirenas. Un edificio ardía por los cuatro costados. Los operarios subían por las escalas de mano rescatando a los vecinos, enchufando el agua a presión de las mangueras y manejando los extintores y los hidrantes. Al cabo de una hora el fuego se había extinguido, sólo quedaba una humareda espesa que se escapaba por los huecos del inmueble. No había ya nadie.

Una mujer de entre los rescatados comenzó a gritar.

- ¡Mi hijo no está!, se ha quedado arriba.

¿En qué piso?

-En el cuarto.

Pedro pensó que tenía que darse prisa, el humo podía envenenar al chico. Arrimó a la pared la escalera del coche y subió hasta la ventana. De un salto se coló en la habitación. Apenas se veía, extendió los brazos a ciegas, hasta que sus dedos tropezaron con un bulto pequeño, lo cogió sin saber si estaba vivo o muerto; rápidamente se asomó al balcón.

Abajo, un corro de compañeros que sujetaba una manta enorme le incitó a que se tirara. Pedro dio un salto con el chiquillo en los brazos, no atinó bien, tenía los ojos cegados, y cayó justo al lado del mantón. Antes de tocar el suelo apretó contra su pecho el cuerpecito del niño y lo cubrió con su ropa.

 Un reguero de sangre corría por la acera, el niño no paraba de llorar. Se lo sacaron de las manos inertes y se lo dieron a la madre.

 En el cielo, la luna miraba con su sonrisa pálida. A lo lejos, se oían las voces de un orfeón infantil.

Esta noche nace el Niño, 
yo no tengo que llevarle, 
le llevo mi corazón 
que le sirva de pañales.