domingo, 12 de noviembre de 2017

El Paseo

 EL PASEO


No sé, siempre me han dado miedo los muertos. No soporto ver sus calaveras, el hueco de las órbitas, no puedo pensar que allí hubo unos ojos profundos o rasgados o grandes o pequeños; o escrutadores o analíticos o bondadosos o malvados. Es como si se rieran de mí y me dijeran:
- ¿Ves?, tú eres así, sólo que revestida de carne y músculos disimulas bastante, pero cuando abres la boca, tus dientes te delatan, dejan asomar parte de tu esqueleto. Lo mismo que si te hacen una radiografía, apareces tú, tal como eres.
-No, yo me miro al espejo y me veo hermosa, la calavera es fea y repugnante, no quiero saber que por dentro soy así.
-Sin embargo, es una realidad, la calavera es tu cara, sin pelo, sin labios, sin ningún resto carnal; es tu futuro al que estamos predestinados.
-No me gustan las calaveras ni los esqueletos; hoy, precisamente, quiero vivir mi plenitud más que nunca.

Estas consideraciones me las he hecho delante de la luna del lavabo. Cepillo mi melena, me maquillo las pestañas, me pongo un vestido floreado que me favorece y unos zapatos rojos de tacón, me siento con los pies en la tierra. Las calaveras que se queden en sus tumbas, desnudas, yo voy a pasear mi belleza por las calles mientras mis paisanos, ansiosos por complacer a sus muertos, compran flores de cempasúchil y panes con ajonjolí y bananas. No voy a componer altares aquí, en mi MÉXICO natal y me alejaré cuanto pueda de los cementerios.
Los niños no temen a los muertos, creen que se quedan ahí, quietecitos, sin chistar. Por eso acompañan al papá, a la mamá, a la abuela, y depositan ofrendas. Yo me pregunto: si no se mueven, ¿por qué les compran regalos? Yo sé que se levantan de su fosa cuando nadie les ve y se lo guardan todo, tienen un caudal escondido durante años, un tesoro que ocultan bajo tierra.

Son las doce. El sol en Xochimilco calienta tanto que tengo que protegerme la cabeza con el sombrero de ala ancha que llevo en la mano. Por la avenida mayor hasta el camposanto los puestos ofrecen toda clase de manjares. Tengo hambre y me he acercado a ellos, sólo será para satisfacer el apetito, luego cambiaré de rumbo. He comido guayabas, tamales y aguacates; he bebido tuba y pulque. Me siento mareada, la gente me aprisiona, me mira, ¿es que no han visto a una mujer guapa en su vida? Creo que voy a caerme rodando por el suelo. Tengo que aguantar. Quiero andar en línea recta por un camino lleno de curvas, me contoneo, a mis pies bordean las velas encendidas, no debo pisarlas.
El camino sigue, yo voy como un autómata, alguien me grita: “¿a dónde vas?”, no hago caso, a nadie le importa. He llegado allí, y no deseaba entrar. He continuado de puntillas y me he retirado a un lugar apartado, para que no se fijen en mí.
 La noche cae sobre las lápidas y los mausoleos. Muchas personas se han marchado, otras, se quedan para hacer compañía a los cadáveres. ¡Qué ilusas! Los muertos quieren estar solos, como yo, que me quito el sombrero, la peluca y el revestimiento de carne. Todo lo tiro a un lado del sendero. Los huesos de mi esqueleto crujen, recoloco bien mi calavera y me dirijo a la fosa abierta que se encuentra a mis pies. 





viernes, 18 de agosto de 2017

AMOR EN AGOSTO



AMOR EN AGOSTO




            Mis amores son en agosto. Puedo pensar en todos los agostos en los que he amado y llenarme de nostalgia o de aburrimiento de tanto pensar. Puedo hundirme en un mar de lágrimas o hacer que renazca la pasión. No podría, aunque quisiera. Los amores son seres vivos, nacen, crecen, se reproducen y mueren. Ahora estoy en agosto con mi tierra seca y sin agua, tengo la lengua baldía y el corazón árido; no es César Augusto el culpable, es el tiempo.
            El tiempo me recuerda ese amor primero a los once años, en agosto; los jóvenes-niños siempre han amado a escondidas de los adultos, que no entienden los ardores de la pubertad, que nunca han creído que a esa edad la pasión de los amantes es más fuerte que la propia vida. ¿Saben ellos lo que sufre un adolescente cuando ama?
  Le conocí en casa de mi abuela, porque era mi primo y tenía casi mis mismos años, sólo dos más. Yo veraneaba en la Isla, lejos de mis padres, y la abuela se sintió en la obligación de proporcionarme una amistad de VERANO.
            Todas las tardes se presentaba a las cinco en punto. Nos encerrábamos en un gabinete pequeño, donde mi abuela recibía las visitas inoportunas, que decía ella, y nos sentábamos en aquellas butacas tiesas, que ponían a prueba a los visitantes más sufridos.
Nosotros no lo notábamos, nuestra charla era continua; él me miraba con sus grandes ojos azules, yo me ponía roja y las sienes me ardían; intentaba disimular tapándome con el abanico con motivos infantiles que me había regalado ella, que no sospechaba que estaba entrando en la adolescencia y todo mi ser vibraba y se abría al amor.
“Ahora estás más guapa”, decía él y me cogía las manos. El contacto con su piel me hacía temblar. A veces canturreaba frases de amor o me las decía al oído y yo me abrasaba. Cuando la abuela se asomaba para saber si lo estábamos pasando bien y me veía ardiendo se preocupaba.
 “Es el calor de agosto” le decía yo.
 “Será eso”, contestaba.
Después, volvía a transportarme a la felicidad plena, no quería que aquello terminase nunca. Él también sabía que agosto pasaba rápido y que dejaríamos de vernos y apretaba mis dedos con fuerza y los besaba.
En septiembre nos despedimos con lágrimas en los ojos hasta el año siguiente. Prometimos no olvidarnos.  
Pasé el invierno pensando en él. No volví a verle, no pensé en suicidarme, no se lo conté a nadie y otros agostos tuve otros amores. Aquellos no eran tiempos de morir de amor, ni de inmolarse por las ausencias; los amores eran pasajeros y se sustituían, aunque marcaran llagas.
 Ya adultos, asistí a su boda.