EL
PASEO
No
sé, siempre me han dado miedo los muertos. No soporto ver sus calaveras, el
hueco de las órbitas, no puedo pensar que allí hubo unos ojos profundos o
rasgados o grandes o pequeños; o escrutadores o analíticos o bondadosos o
malvados. Es como si se rieran de mí y me dijeran:
-
¿Ves?, tú eres así, sólo que revestida de carne y músculos disimulas bastante,
pero cuando abres la boca, tus dientes te delatan, dejan asomar parte de tu
esqueleto. Lo mismo que si te hacen una radiografía, apareces tú, tal como eres.
-No,
yo me miro al espejo y me veo hermosa, la calavera es fea y repugnante, no
quiero saber que por dentro soy así.
-Sin
embargo, es una realidad, la calavera es tu cara, sin pelo, sin labios, sin
ningún resto carnal; es tu futuro al que estamos predestinados.
-No
me gustan las calaveras ni los esqueletos; hoy, precisamente, quiero vivir mi
plenitud más que nunca.
Estas
consideraciones me las he hecho delante de la luna del lavabo. Cepillo mi
melena, me maquillo las pestañas, me pongo un vestido floreado que me favorece
y unos zapatos rojos de tacón, me siento con los pies en la tierra. Las
calaveras que se queden en sus tumbas, desnudas, yo voy a pasear mi belleza por
las calles mientras mis paisanos, ansiosos por complacer a sus muertos, compran
flores de cempasúchil y panes con ajonjolí y bananas. No voy a componer altares
aquí, en mi MÉXICO natal y me alejaré cuanto pueda de los cementerios.
Los
niños no temen a los muertos, creen que se quedan ahí, quietecitos, sin
chistar. Por eso acompañan al papá, a la mamá, a la abuela, y depositan
ofrendas. Yo me pregunto: si no se mueven, ¿por qué les compran regalos? Yo sé
que se levantan de su fosa cuando nadie les ve y se lo guardan todo, tienen un
caudal escondido durante años, un tesoro que ocultan bajo tierra.
Son
las doce. El sol en Xochimilco calienta tanto que tengo que protegerme la
cabeza con el sombrero de ala ancha que llevo en la mano. Por la avenida mayor
hasta el camposanto los puestos ofrecen toda clase de manjares. Tengo hambre y
me he acercado a ellos, sólo será para satisfacer el apetito, luego cambiaré de
rumbo. He comido guayabas, tamales y aguacates; he bebido tuba y pulque. Me
siento mareada, la gente me aprisiona, me mira, ¿es que no han visto a una
mujer guapa en su vida? Creo que voy a caerme rodando por el suelo. Tengo que
aguantar. Quiero andar en línea recta por un camino lleno de curvas, me
contoneo, a mis pies bordean las velas encendidas, no debo pisarlas.
El
camino sigue, yo voy como un autómata, alguien me grita: “¿a dónde vas?”, no
hago caso, a nadie le importa. He llegado allí, y no deseaba entrar. He
continuado de puntillas y me he retirado a un lugar apartado, para que no se
fijen en mí.
La noche cae sobre las lápidas y los
mausoleos. Muchas personas se han marchado, otras, se quedan para hacer
compañía a los cadáveres. ¡Qué ilusas! Los muertos quieren estar solos, como yo,
que me quito el sombrero, la peluca y el revestimiento de carne. Todo lo tiro a
un lado del sendero. Los huesos de mi esqueleto crujen, recoloco bien mi
calavera y me dirijo a la fosa abierta que se encuentra a mis pies.