TU MEJOR
MAESTRO
EL
MEJOR MAESTRO ES EL QUE SABE
APRENDER
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto a Abel,
junto a una mancha de carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.
Ese era su primer día de clase, al
entrar en el aula le rondaba la poesía de Machado, le impresionaba, como
siempre que la recordaba. Así eran los maestros de antes. ¿Cómo sería ella?
¿Enjuta y seca haciendo cantar a los alumnos?
Un soplo de asombro le inundó al contemplar
los rostros de los treinta de tercero de Primaria que componían la ratio. Por unos
momentos la miraron estudiándola. Seguro que los más atrevidos calculaban el
aguante que tendría, hasta dónde su juventud sería capaz de controlarlos, de
mantenerlos quietos y en silencio.
Era una escuela pública, con niños de
varios países, migrados, de padres que habían llegado con la esperanza de
mejorar. Algunos solo tenían madre, otros, venían de centros de acogida. Elena
se sentía perdida, sin saber cómo empezar. Les hizo abrir el libro de
Matemáticas por la primera página y se dispuso a explicar los números enteros.
Pedro comenzó a bostezar ruidosamente; Iris
le hacía eco; Miriam daba golpes en la mesa; Israel se dirigía hacia la ventana
y volvía a sentarse, cada uno se dedicaba a molestar a la flamante maestra. El
único que atendía sin pestañear era Efraín.
- ¿Te interesan las Matemáticas? -le
preguntó Elena.
-Sí, pero da igual, nunca puedo
estudiar.
- ¿Por qué?, ¿tienes algún problema?
-Todas las tardes me obligan a
aprenderme un capítulo del Corán; cuando termino, estoy cansado.
Elena no respondió. Permaneció sentada
frente a su mesa, tenía ganas de llorar, no quería que los niños lo notaran,
¿cómo podían ser tan crueles?, si solo eran niños. Aguantó una semana en la que
apenas dormía. No había cursado la carrera para esto, le gustaba dar clase, que
los alumnos aprendieran y se formaran. Un día se levantó pensando que les
faltaba interés y estaba decidida a conseguir despertar su ilusión por las
cosas, por la naturaleza y por los objetos que les rodeaban. Cambiaría de
táctica.
Al entrar en el aula empezó explicándoles
que puesto que ella no estaba preparada para enseñarles nada, se hallaba
dispuesta a aprender lo que quisieran enseñarle. Y pidió el primer voluntario.
La consternación fue absoluta, se hizo un silencio general, los niños estaban
desconcertados, ¿qué le importarían a ella sus vidas?, porque, aparte de su
precaria situación, no existían motivos importantes que relatar.
-Está bien -respondió-, como no os
atrevéis a hablar, coged un folio y me contáis lo que habéis hecho este fin de
semana, o lo que os ocurrió el pasado año, o lo que os preocupa, o simplemente,
os lo inventáis.
Poco a poco fueron llenando su hoja.
Elena las recogió y las guardó en su carpeta. Cada día el plan era el mismo,
los niños escribían y ella almacenaba sus secretos, sus penas y sus alegrías.
Después de un trimestre la maestra les anunció que se podían imprimir sus historias
y que editarían un libro que se llamaría Libro de Vida. Eso les
entusiasmó y las memorias se fueron sucediendo, esta vez más auténticas. Tras
la primera edición, la clase se había convertido en un grupo solidario, los
textos se leían en voz alta, se comentaban, se añadían ideas para adquirir
conocimientos de la forma más fácil y al final del curso, Elena había logrado
que aprendieran Matemáticas y otras materias.
Se despidió de los alumnos hasta el año
siguiente. Todos llevaban su Libro de Vida, el bagaje de su camino,
trazado con esperanza. Sin embargo, lo que más le conmovía, era que ella
también lo llevaba, firmado y dedicado. Mientras se dirigía a su casa, aún
resonaban los versos: Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales
estudian…
Los tiempos habían cambiado, ahora
ella había aprendido de cada uno las vidas, unas vidas de sufrimiento que disimulaban
comportándose mal y fingiendo que no les interesaba nada. Ahora había
comprendido que la enseñanza era un intercambio de vivencias, ahora se sentía
una maestra de verdad.