OTRA NAVIDAD
María había rellenado el pavo el día
anterior siguiendo la tradición desde el tiempo de su abuela: ciruelas pasas,
orejones, trufa, una copa de coñac y otra de jerez. Lo cosió procurando que no
quedara ningún orificio abierto y lo dejó en maceración un día entero. Ahora lo
acababa de meter en el horno.
Suspiró al pensar en lo distinto que
sería este año respecto al pasado; en lugar de los catorce: Andrés el hijo, Isabel
la nuera, los tres nietos Mario, Juan y Elena, Concha la hermana mayor con su
marido Cosme, los dos sobrinos Gabriel y Jaime y los cuatro primos hijos de su
tía Mercedes, sólo vendrían su hijos y nietos, con ella seis; celebrarían una
comida, y no la tradicional cena, y se retirarían a su casa a las diez, como
estaba mandado.
Era un cambio drástico, casi
dramático, como si estuvieran en guerra, solo que la batalla la libraban contra
un enemigo desconocido y cruel, que no perdonaba la vida a quien estuviera
delante. Puso la mesa con la misma ilusión de otras veces, la vajilla buena y
las copas mientras imaginaba que se reunía la gran familia, y Mario, el nieto
mayor, interpretaba villancicos al piano.
Descansó un rato en el sofá del
salón, todavía faltaban dos horas para que llegaran. Estaba todo preparado
gracias al madrugón de la mañana. Al ser menos, había tenido tiempo para adornar
la mesa con hojas de muérdago bordeando el mantel de hilo que únicamente ponía
en ocasiones como esa.
El teléfono llevaba un rato sonando,
se había quedado dormida.
- ¿Diga?, dime hijo…, no es posible,
ayer estabais perfectamente… ¿por qué os han confinado?... ¿Porque tomaste café
con un contagiado?... ¿Pero vosotros estáis bien?... entiendo, no queda más
remedio. Feliz Nochebuena, hijo.
María colgó y permaneció inmóvil,
paseó la vista por la habitación vacía que continuaría así el resto del día y
de la noche y de los demás días, los muebles seguirían inmutables, ella también,
sin desear más cambios que el paso del tiempo, y ahora se sentía hueca, despojada
de contenidos válidos haciendo frente a la soledad que la aturdía y le oprimía
el cerebro; percibió que se sumergía en una laguna profunda y que la
respiración le fallaba. Feliz Nochebuena, le rondaban esas palabras en la
cabeza, las había pronunciado mecánicamente, es lo que se dice, lo que se debe,
se esté triste o alegre, se celebre o no.
El reloj dio las ocho de la tarde,
luego las nueve, María aún seguía tensa, no había cambiado de postura bajo el
calor de los almohadones, su espalda apoyada en el respaldo se había relajado.
Fuera, en la calle, el silencio se apoderaba de la oscuridad y ningún vehículo ni
ser viviente rompía el mutismo brusco, forzado, de la buena Noche.
Un timbrazo seco quebró el aire.
María se incorporó con las piernas entumecidas y se dirigió a la puerta del
recibidor. ¿Quién podía llamar a esas horas?, se preguntaba. Se colocó la
mascarilla mientras abría la puerta con temor. Un hombre de edad avanzada le
preguntó si podía darle algo de comer por caridad. María le inspeccionó de
arriba abajo, llevaba un vaquero gastado, jersey de fibra y chaquetón acolchado
muy raídos. Iba a despacharle, cuando un rayo de luz le cruzó por la mente.
- ¿Quiere usted cenar conmigo?,
tengo la mesa puesta.
El hombre la miró con asombro, la
única máscara que le cubría la cara era una incredulidad permanente.
- ¿Usted se fía de mí? -le
respondió.
- ¿Por qué no había de fiarme?
-Soy un desconocido, puedo robarle,
matarla, violarla…
-No lo creo, me parece observar que
tiene hambre. Los conocidos, mi familia, no pueden acompañarme y ha venido un
extraño, un solitario, para compartir conmigo, para juntar nuestras soledades.
Mire, lo que creo es que hoy es Nochebuena, he preparado una comida exquisita
para nadie, y de repente, aparece usted pidiendo. ¿Quién le manda? Ha venido de
la nada, porque, además, tiene frío y necesita conversación, calor y amor,
exactamente es lo que estaba esperando, el milagro de la solidaridad, y yo se
la ofrezco.
El anciano sonríe sin responder, se
sienta a la mesa con María que, tras trinchar el pavo, le escancia una copa de
vino, brindan por una Navidad nueva, distinta. Se sienten alegres, hablan cada
uno de lo suyo, tan diferente, el mendigo y el ama de casa; ambos son mayores,
están solos en sus mundos opuestos.
Suenan las campanadas, son las doce.
El niño Dios ha nacido, se dice María. Desde un rincón del sofá contempla la
habitación, no hay rastro del desconocido. ¿Lo habrá soñado?, se acerca a la
mesa, hay dos platos con restos de pavo, sonríe. Ahora María sabe que no ha
estado sola, alguien le ha regalado su tiempo y ha sido un regalo mutuo.