viernes, 18 de agosto de 2017

AMOR EN AGOSTO



AMOR EN AGOSTO




            Mis amores son en agosto. Puedo pensar en todos los agostos en los que he amado y llenarme de nostalgia o de aburrimiento de tanto pensar. Puedo hundirme en un mar de lágrimas o hacer que renazca la pasión. No podría, aunque quisiera. Los amores son seres vivos, nacen, crecen, se reproducen y mueren. Ahora estoy en agosto con mi tierra seca y sin agua, tengo la lengua baldía y el corazón árido; no es César Augusto el culpable, es el tiempo.
            El tiempo me recuerda ese amor primero a los once años, en agosto; los jóvenes-niños siempre han amado a escondidas de los adultos, que no entienden los ardores de la pubertad, que nunca han creído que a esa edad la pasión de los amantes es más fuerte que la propia vida. ¿Saben ellos lo que sufre un adolescente cuando ama?
  Le conocí en casa de mi abuela, porque era mi primo y tenía casi mis mismos años, sólo dos más. Yo veraneaba en la Isla, lejos de mis padres, y la abuela se sintió en la obligación de proporcionarme una amistad de VERANO.
            Todas las tardes se presentaba a las cinco en punto. Nos encerrábamos en un gabinete pequeño, donde mi abuela recibía las visitas inoportunas, que decía ella, y nos sentábamos en aquellas butacas tiesas, que ponían a prueba a los visitantes más sufridos.
Nosotros no lo notábamos, nuestra charla era continua; él me miraba con sus grandes ojos azules, yo me ponía roja y las sienes me ardían; intentaba disimular tapándome con el abanico con motivos infantiles que me había regalado ella, que no sospechaba que estaba entrando en la adolescencia y todo mi ser vibraba y se abría al amor.
“Ahora estás más guapa”, decía él y me cogía las manos. El contacto con su piel me hacía temblar. A veces canturreaba frases de amor o me las decía al oído y yo me abrasaba. Cuando la abuela se asomaba para saber si lo estábamos pasando bien y me veía ardiendo se preocupaba.
 “Es el calor de agosto” le decía yo.
 “Será eso”, contestaba.
Después, volvía a transportarme a la felicidad plena, no quería que aquello terminase nunca. Él también sabía que agosto pasaba rápido y que dejaríamos de vernos y apretaba mis dedos con fuerza y los besaba.
En septiembre nos despedimos con lágrimas en los ojos hasta el año siguiente. Prometimos no olvidarnos.  
Pasé el invierno pensando en él. No volví a verle, no pensé en suicidarme, no se lo conté a nadie y otros agostos tuve otros amores. Aquellos no eran tiempos de morir de amor, ni de inmolarse por las ausencias; los amores eran pasajeros y se sustituían, aunque marcaran llagas.
 Ya adultos, asistí a su boda.