AMOR
EN AGOSTO
Mis amores son en agosto. Puedo
pensar en todos los agostos en los que he amado y llenarme de nostalgia o de
aburrimiento de tanto pensar. Puedo hundirme en un mar de lágrimas o hacer que
renazca la pasión. No podría, aunque quisiera. Los amores son seres vivos,
nacen, crecen, se reproducen y mueren. Ahora estoy en agosto con mi tierra seca
y sin agua, tengo la lengua baldía y el corazón árido; no es César Augusto el
culpable, es el tiempo.
El tiempo me recuerda ese amor
primero a los once años, en agosto; los jóvenes-niños siempre han amado a escondidas
de los adultos, que no entienden los ardores de la pubertad, que nunca han
creído que a esa edad la pasión de los amantes es más fuerte que la propia
vida. ¿Saben ellos lo que sufre un adolescente cuando ama?
Le
conocí en casa de mi abuela, porque era mi primo y tenía casi mis mismos años,
sólo dos más. Yo veraneaba en la Isla, lejos de mis padres, y la abuela se
sintió en la obligación de proporcionarme una amistad de VERANO.
Todas las tardes se presentaba a las
cinco en punto. Nos encerrábamos en un gabinete pequeño, donde mi abuela
recibía las visitas inoportunas, que decía ella, y nos sentábamos en aquellas
butacas tiesas, que ponían a prueba a los visitantes más sufridos.
Nosotros
no lo notábamos, nuestra charla era continua; él me miraba con sus grandes ojos
azules, yo me ponía roja y las sienes me ardían; intentaba disimular tapándome
con el abanico con motivos infantiles que me había regalado ella, que no sospechaba
que estaba entrando en la adolescencia y todo mi ser vibraba y se abría al
amor.
“Ahora
estás más guapa”, decía él y me cogía las manos. El contacto con su piel me
hacía temblar. A veces canturreaba frases de amor o me las decía al oído y yo
me abrasaba. Cuando la abuela se asomaba para saber si lo estábamos pasando
bien y me veía ardiendo se preocupaba.
“Es el calor de agosto” le decía yo.
“Será eso”, contestaba.
Después,
volvía a transportarme a la felicidad plena, no quería que aquello terminase
nunca. Él también sabía que agosto pasaba rápido y que dejaríamos de vernos y
apretaba mis dedos con fuerza y los besaba.
En
septiembre nos despedimos con lágrimas en los ojos hasta el año siguiente. Prometimos
no olvidarnos.
Pasé
el invierno pensando en él. No volví a verle, no pensé en suicidarme, no se lo
conté a nadie y otros agostos tuve otros amores. Aquellos no eran tiempos de
morir de amor, ni de inmolarse por las ausencias; los amores eran pasajeros y
se sustituían, aunque marcaran llagas.
Ya adultos, asistí a su boda.