sábado, 28 de marzo de 2020
viernes, 6 de marzo de 2020
JULIA
MADRID,
5 DE AGOSTO DE 1939
Me estoy ahogando. Noto la
opresión en la mandíbula y los ojos se me llenan de lágrimas. Me conducen a la
capilla para que me arrepienta. ¿De qué debo arrepentirme a mis diecinueve
años?, ¿de pensar en mi felicidad?, ¿de trabajar para ayudar a mi familia?
Quiero tener ilusiones, ¡vivir! ¿Qué vale mi vida para los que me condenan? No
he hecho mal a nadie ni nada de lo que avergonzarme.
Sigo arrodillada en el banco
de madera observando el curso de mi corta existencia. Todo ha sucedido
demasiado rápido. Quién me iba a decir, cuando vine de Oviedo con mi madre y
mis hermanas, que esta ciudad sería mi tumba. Recuerdo la emoción que sentí al
llegar la capital. Éramos modistas, aquí mejoraríamos nuestro nivel de vida.
Los encargos de costura serían muy superiores a los de la ciudad de provincias.
Me coloqué en un taller
mediocre, la paga era pequeña; cosíamos de ocho de la mañana a nueve de la
noche haciendo un descanso para almorzar. Sólo tenía quince años y todo me
parecía bien. Madrid me gustaba, el ambiente era alegre y la gente muy abierta.
Había verbenas en las festividades. Aquel año salí por primera vez con mis
compañeras de taller. Era el 13 de junio, día de san Antonio de la Florida. Las
chicas íbamos en el tranvía hasta el lugar de los merenderos en la otra margen
del río, frente al paseo de la Florida. La noche brillaba iluminada por la luna
y los farolillos de papel fosforecían con sus luces de colores. Todo me parecía
mágico. Los muchachos me sacaban a bailar y yo me divertía. Mi amiga Paquita me
dijo que un chico muy guapo que estaba junto al puesto de las limonadas no
dejaba de mirarme. Yo también lo miré. Entonces se me acercó y hablamos sin
parar. Tenía proyectos, sueños, decía cosas que me costaba entender sobre los
derechos de los trabajadores. Yo le conté que llevaba apenas unos meses en
Madrid y esperaba mejorar económicamente. Luego me acompañó a casa. Se lo conté
a mi madre y me recomendó que tuviera cuidado, que no me fiara, que todavía era
muy joven.
Me enamoré de Manuel. Me fui
enterando de que andaba metido en política; a mi madre le preocupaba, me decía
que pensara sólo en mis quehaceres. Él
se empeñaba en que fuera a los mítines de Clara Campoamor. Yo me dejaba llevar;
hablaba de la igualdad de la mujer frente al hombre, de que éramos tan capaces
como ellos de desempeñar cualquier trabajo, que había una ley natural que
igualaba a todos los seres humanos. Eso me llegaba al alma. Clara Campoamor me
hizo apreciar y entender mi verdadera condición femenina. Se lo explicaba a mi
madre y me contestaba que mi papel estaba en el hogar y en realizar las labores
para las que estábamos destinadas, pero yo sabía que no era cierto.
El ambiente en aquellas
reuniones estaba muy politizado, si eras republicana no se concebía que no
militaras en alguna organización. Manuel era un entusiasta de las ideas
feministas y nos hicimos de las Juventudes Socialistas Unificadas. Nos
reuníamos por las tardes para elaborar los estatutos de la nueva asociación. Yo
me sentía útil al defender los derechos de los trabajadores y, sobre todo, las
libertades de la mujer.
Después del año treinta y seis la costura no
nos daba para vivir. Las bombas de los nacionales destrozaban las casas, nadie
nos encargaba ropa, ni siquiera remiendos.
Me coloqué como cobradora de tranvías en 1937.
Me borré de las JSU que me ocupaban un tiempo excesivo. En el nuevo trabajo ganaba un poco más y tenía
algunas horas libres para hacer ejercicio. Me dijeron que había unas
instalaciones deportivas donde podría practicar y ejercer de monitora con otras
chicas. Iba a menudo y, al acabar, me recogía Manuel. Su mejor amigo, Pedro, lo
acompañaba a veces.
Casi no me sostengo, no entiendo qué me ha
pasado y por qué Pedro me ha delatado nada más terminar la guerra. No lo puedo
saber. Yo sólo pertenecí a la Organización una temporada corta. La dejé
influida por mi madre que me decía que no me metiera en líos. Dicen que el
motivo ha sido el atentado contra un guardia civil de alta graduación; han
muerto él, su hija y el chófer. Ahora buscan responsables entre los afiliados a
los comunistas. Las Juventudes Socialistas Unificadas ya no funcionan, pero han
cogido a cincuenta y tres personas, entre ellas estoy yo, que no soy nada de
eso, que mi único delito es creer en nuestros derechos.
Con nosotras se han ensañado.
Somos trece mujeres de edades parecidas, cuya culpa es el haber permanecido en
el bando republicano. Cuando me llevaron a la cárcel de las Ventas, hace tres
meses, estaba cosiendo para la mujer de un guardia civil.
Me he cansado de decir que no
he matado a nadie, que no he hecho nada. Durante el período que he estado
encarcelada me he asfixiado en este calabozo húmedo, con ratas y cucarachas
corriendo entre mis pies. Ya no tengo miedo, sólo sufro por mi madre. De Manuel
no sé nada, también lo han cogido, tal vez esté muerto.
Oigo los pasos de los guardias
que se acercan para recogernos. Nos han condenado a morir. Nos meten en un
camión. Está amaneciendo y ya no se ve la luna, esa luna que me recuerda el día
que le conocí. Al bajar, junto a la tapia del Cementerio del Este, un soldado
me mira compasivo. “No puedo hacer nada”, me dice. “Sí puedes, dale esta carta
a mi madre”, le respondo. La coge y se la guarda en el bolsillo. Mi último
pensamiento es para ella. Sé que muero por nada, por la venganza del Dictador y
por su miedo.
Estamos alineadas, los fusiles nos apuntan. No
puedo evitar el grito que estalla en mi pecho:
¡QUE MI NOMBRE NO SE BORRE DE
LA HISTORIA!
FARADIDA
ALEPO, SEPTIEMBRE DE 2015
Me llamo Juan y asisto a la
sentencia de muerte de una mujer. No puedo resistirme a inmortalizarla en una
fotografía, a través de su mirada leo sus palabras, iguales a las de otras
mujeres que han sufrido un calvario parecido.
Estoy
arrodillada ante mis ejecutores en medio de la calle, rodeada de hombres
radicales armados; me han obligado a pesar de mi resistencia, y en esta actitud
humillante espero la muerte. El imán y dos de sus seguidores me han
descubierto, no era difícil, lo he hecho para provocar. Hablan, no entienden
cómo he tenido el valor de hacerlo, he incumplido una de sus normas, yo, una
simple mujer siria, un objeto cuyo único valor es servirles de diversión. “¡Qué atrevimiento!, merece la muerte”,
dicen. Soy musulmana suní, no creo en su religión, la que ellos han inventado,
practico la verdadera, la que predicó Mahoma. Sé que, como mujer, soy libre y
tengo derechos. Les he desafiado abiertamente porque no pueden imponerme su
tiranía.
En
1960 mi madre estudió en la universidad de Alepo. Vestía al estilo occidental y
trabajó como profesora. Tuve una niñez feliz en los años setenta, iba a la
escuela y, al salir, jugaba con mis hermanos y mis amigas. En 1980 comencé los
estudios universitarios. Conocí a un estudiante, nos enamoramos y nos casamos.
Hace un año que murió decapitado por miembros del Estado Islámico.
Cuando
empezó la guerra, en 2011, Raaszim se había unido al Ejército Libre. Con el
bombardeo de Homs, Daraa y otras ciudades, la angustia me consumía hasta que
llegaban noticias suyas. En 2014 decidimos ir juntos a Kobaré, en Kurdistán,
para unirnos al ejército. Me alisté con las mujeres peshmerga, mujeres soldado que se enfrentan a la muerte para luchar
contra los yihadistas. Los he visto correr despavoridos ante el temor de morir
a manos nuestras. Para ellos sería perder el paraíso. Yo me alegraba al
descubrir su espanto.
A Raaszim lo capturaron en
una emboscada, y yo juré vengarme. Continué unos meses con las mujeres kurdas
contemplando la brutalidad a la que eran sometidas las prisioneras, eran su
botín de guerra. Vi violaciones de veinticuatro horas seguidas en niñas y
jóvenes para luego venderlas como esclavas. Vi mutilaciones y toda clase de
torturas. Yo deseaba plantarles cara de alguna manera, la vida ya no me
importaba.
Conseguí llegar a Alepo. La
ciudad estaba medio derruida. De los portales de los edificios colgaban las
reglas de los radicales. El Estado Islámico prohíbe a las mujeres vestir con
colores llamativos, llevar ropa estrecha, transparente o minifalda. También
deben someterse a la mutilación genital y usar el velo o niqab. Vi con horror que el yihadismo se había implantado.
Me escondí en la casa de mis
padres donde ahora vive mi cuñada, preparando mi venganza. Quería transgredir
esa orden que nos deshonra y nos convierte en objeto de uso y maltrato. Deseaba
pregonar nuestros derechos, los de las mujeres árabes, como seres humanos y
libres. Hubiera querido ponerme una minifalda y una blusa transparente, y salir
así, para que todos me vieran.
He pasado quince días
rebuscando en el baúl de mi antiguo cuarto. No había ningún resto de la ropa
que usaba cuando era joven. Esta mañana he encontrado algo. En el fondo, he
descubierto una chaqueta de color rojo y me la he puesto sobre el chador negro
consciente del pecado que estoy cometiendo. De esta manera he salido a la
calle, con la cabeza alta, sin mirar a nadie. Me he sentido burlada, me han
insultado, y cada mirada de desprecio me ha servido de aliciente para continuar
mi desafío. De repente, alguien me ha cogido de los brazos y me ha forzado a
arrodillarme.
Agachada, en esta postura
vil, veo la cara furiosa del imán que sermonea a los guerrilleros. Acaba de
sacar una pistola del bolsillo y apunta a mi sien. Estoy sentenciada, voy a
morir en unos instantes. Son los suficientes para que todos oigan mi voz, los
que pasan en este momento, los que se paran para recrease con el morbo de mi
ejecución y los que sacan sus teléfonos móviles y me fotografían. Sé que mi
foto dará la vuelta al mundo, y aprovecho para gritar a mi asesino que soy
libre y mujer, y que no tiene derecho a matarme sólo por llevar una chaqueta
roja, una prenda occidental que era mía, porque antes la libertad era norma en
el país. Digo que me llamo Faradida y quiero que mi nombre perdure en nuestra
historia. Un ruido seco cierra mi boca y mi cuerpo se derrumba.
A todas las mujeres que han
dejado huella en la historia, las que se han enfrentado a un mundo hostil, las
que han escrito con su sangre las palabras: IGUALDAD Y LIBERTAD dando
testimonio al mundo por los siglos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)