martes, 2 de enero de 2018

El Bombero

EL BOMBERO La mesa estaba puesta con el mantel blanco bordado que le había regalado su madre cuando se casó. La vajilla de porcelana la compraron a plazos a los cuatro años. Un día llamaron a la puerta, era un hombre joven, bien trajeado, que convenció a María; a ella le pareció un diseño exquisito. “Hay que guardarla para los días especiales”, le dijo a Pedro. Sólo la usaban una vez al año. Lo mismo pasó con la cubertería y la cristalería. Todo lo almacenaba en la vitrina con cristales transparentes. Le gustaba mirarlos de tanto en tanto. En Navidades lo sacaba todo.

Contemplaba orgullosa el brillo de las copas y los platos y el contraste con la tira de muérdago bordeando el centro. El día antes empezó a preparar la cena tradicional, tal como la hacía su madre. Pedro, con los niños, acababa de terminar el belén. Ana tenía siete años y Manuel, nueve.

 María corrió las cortinas del salón. La luna asomaba casi llena y la miraba sonriente en esa noche de aire limpio, como su espíritu y sus sentimientos. Pensaba en los apuros económicos, en el sueldo del marido que apenas llegaba a fin de mes, en el trabajo de portera que había conseguido ella a principios de año en el ministerio y en el examen de bombero que acababa de aprobar Pedro. Ahora vivían con desahogo, y se sentía feliz.

De pronto sonó el teléfono, el timbre rompía la paz, la turbaba en ese momento sereno, a punto de dar las ocho. Lo cogió Pedro.

-Es para mí. Hay un incendio a unas cuantas calles de aquí. No tardaré.

 Le dio un beso a María y a los niños.

-Esperadme para cenar.

 -Claro.

 Ella se puso triste. Hasta en Nochebuena tenían que molestarle.

El camión de los bomberos volaba tocando las sirenas. Un edificio ardía por los cuatro costados. Los operarios subían por las escalas de mano rescatando a los vecinos, enchufando el agua a presión de las mangueras y manejando los extintores y los hidrantes. Al cabo de una hora el fuego se había extinguido, sólo quedaba una humareda espesa que se escapaba por los huecos del inmueble. No había ya nadie.

Una mujer de entre los rescatados comenzó a gritar.

- ¡Mi hijo no está!, se ha quedado arriba.

¿En qué piso?

-En el cuarto.

Pedro pensó que tenía que darse prisa, el humo podía envenenar al chico. Arrimó a la pared la escalera del coche y subió hasta la ventana. De un salto se coló en la habitación. Apenas se veía, extendió los brazos a ciegas, hasta que sus dedos tropezaron con un bulto pequeño, lo cogió sin saber si estaba vivo o muerto; rápidamente se asomó al balcón.

Abajo, un corro de compañeros que sujetaba una manta enorme le incitó a que se tirara. Pedro dio un salto con el chiquillo en los brazos, no atinó bien, tenía los ojos cegados, y cayó justo al lado del mantón. Antes de tocar el suelo apretó contra su pecho el cuerpecito del niño y lo cubrió con su ropa.

 Un reguero de sangre corría por la acera, el niño no paraba de llorar. Se lo sacaron de las manos inertes y se lo dieron a la madre.

 En el cielo, la luna miraba con su sonrisa pálida. A lo lejos, se oían las voces de un orfeón infantil.

Esta noche nace el Niño, 
yo no tengo que llevarle, 
le llevo mi corazón 
que le sirva de pañales.