EL GUARDIÁN DEL SECRETO
Elena
había subido al cerro del pueblo para hacer un poco de ejercicio. Una hora para
subir y otra para bajar. Lo hacía cada sábado si no llovía. Cuando estaba
arriba se sentaba en una piedra pulida y brillante y miraba lejos, hasta el
horizonte que decían, para ella eso era más, era adivinar lo que se escondía
detrás. Las noches de luna llena, en verano, permanecía quieta, respirando el
halo que la rodeaba, imaginando su sonrisa burlona, de prepotencia. Desde un
lugar tan alto, todo se vería diferente, el mundo pequeño a los pies no sería
igual. Siempre pensaba que le gustaría ir a la luna, no en satélites, ni en
platillos voladores, ni en ninguna nave de la serie Apolo. El problema era
vivir en la segunda década del siglo veintiuno. Aún faltaba mucho por inventar,
sin embargo, ella tenía en su memoria el conjunto de algunas teorías, sólo
necesitaba que alguien se aventurara a ponerlas en marcha, alguien especial que
conociera los secretos de la tierra y del cielo.
Trabajaba como bibliotecaria; este
empleo le daba acceso a toda clase de libros. Sobre todo, devoraba los que
trataban de ciencia, de poderes ocultos o de leyendas ancestrales. “Una joven
doncella mostrará la luz a los humanos”, decía una profecía. ¿A quién se
refería? Acababa de cumplir veintidós años, aún le quedaba hacer el máster en
biblioteconomía y se sentía tan vieja como si hubiera vivido setecientos años.
La
oscuridad cubría el altozano. Elena había esperado la salida de la luna sin
resultado, un manojo de nubes se entrecruzaba y la engullían. Tampoco se veían
estrellas, unas tinieblas espesas avanzaban ladera abajo. Se incorporó
tanteando los matorrales, luego abrió mucho los ojos para observar dónde ponía
los pies y evitar el peligro de rodar o caer al precipicio. Dio uno de los
pasos en falso y advirtió que no pisaba suelo firme, se sostenía en el aire sin
caerse. Al mismo tiempo, oyó una voz profunda que le decía.
-No te va a pasar nada, estás en mi
cueva, dame la mano.
Elena extendió el brazo y sintió que
una fuerza la cogía depositándola en el fondo. Era una estancia abovedada que
irradiaba una luminiscencia natural. Un ser, un gigante de unos tres metros, la
miraba atentamente. Llevaba una melena que le colgaba hasta las pantorrillas y
sus enormes ojos parecían acariciarla. No estaba asustada, enseguida adivinó
que no era un monstruo, sino una presencia tan antigua como el mundo.
-El momento ha llegado -dijo la voz
cavernosa-, una noche oscura vendrá una muchacha que no tendrá miedo a nada y
será tan clarividente que, con su esfuerzo, la mente humana dará un gran paso.
Elena no sabía qué responder, ni
sabía qué esperaba de ella ese coloso.
- ¿Quién eres?, ¿por qué vives
apartado de todos?
-Me llamo Olade y tengo muchas
razones para esconderme aquí. Una, mi tamaño; dos, mi antigüedad; tres, soy
diferente.
- ¿Qué debo hacer? -Elena intuyó que
estaba destinada a realizar algo específico.
-Quiero que pruebes mis artilugios.
Alguien tiene que hacerlo. Llevo toda la vida inventando todo eso que, desde el
principio de los tiempos, la humanidad intenta conseguir sin éxito. La eterna
juventud o volar, entre otras muchas.
-Bueno, volar ya lo hacemos. Mi
sueño es llegar a la luna por mis propios medios.
-Es lo que voy a demostrarte. He
construido unas alas, ya lo intentó Dédalo y se cayó al vacío. Lo mío es
perfecto, he observado minuciosamente el vuelo de las aves, sobre todo, de las
águilas. Es fácil, sólo hay que accionar un botón y seguir el ritmo acompasado,
con otro mando se puede planear, dirigir el vuelo y programarlo.
- ¿Eso es lo que me pides?, ¿Qué las
pruebe?
-Te pido mucho más, no sólo que
atravieses el mundo, como los pájaros; si deseas llegar a la luna, tendrás que
ponerte el traje especial para contrarrestar la gravedad y la falta de oxígeno.
-Es fantástico, estoy dispuesta
cuando quieras.
-Empezarás ahora dando un breve paseo,
el vuelo lunar lo dejaremos para la próxima luna llena.
Elena se puso el equipo, se colocó
las alas, dio un impulso y comenzó a elevarse por encima de las casas, de los
pueblos y de los montes, después voló por encima del mar. Por primera vez sentía
que pertenecía a su planeta, lo dominaba todo y era parte de ese todo, justo lo
contrario de su hábitat en su pequeña porción de territorio. Así debían
sentirse los pájaros, nunca gozaría de una libertad igual. Pasada media hora, el
mando programado la devolvió a la gruta del gigante. Se despojó de su mecanismo
y se despidió de Olade.
-Acuérdate de venir en la próxima
luna llena. No cuentes a nadie lo que has visto ni hecho, no te creerían.
-Entonces, ¿de qué sirve tu invento?
-Ya lo verás más adelante. Si
funciona, y veo que sí, harán falta conferencias y demostraciones. Aparecerán
los magnates de las finanzas, fundarán multinacionales, se llevarán la gloria y
capitalizarán los ingresos por su venta. No estoy seguro de querer participarlo.
-Pero los descubrimientos deben
compartirse, son bienes para la humanidad.
-Son bienes que pueden acarrear
guerras.
Elena se marchó a la vez feliz y
desilusionada. Deseaba que los demás disfrutaran como ella de la plena libertad
y de la contemplación de la tierra, como hacen las aves. Todos los sábados, al
atardecer, se acercaba a la cueva, se ponía las alas y navegaba por los aires,
por encima de los pueblos, de las casas y del mar.
Cuando salió la luna llena, se
encaminó a la gruta, se puso el traje, se encajó las alas y programó la subida directa
hasta la luna. La tierra se hacía diminuta y la osa mayor se hacía grande, un
mundo extraño le rodeaba, se posó sobre la superficie lunar y de repente, pensó
que no valía la pena regresar.
Olade sonrió. La doncella había
comprendido. La humanidad aún no estaba preparada.