sábado, 24 de julio de 2021

Morir un poco

 

 

EL VERANO

 

             

El calor es agobiante, desde la ventana aún veo a las gaviotas volar, el mar está cerca y he querido seguir su ruta. He sacado los billetes de avión con escala en Dubái y en Yakarta. Me he dirigido a la isla de Bali en el océano Índico para romper mi rutina. Me gustan las islas exóticas. Al llegar, me esperaba el hotel de super lujo, los volcanes y las playas de arena blanca y el agua turquesa.

Durante los diez días de mi estancia en la localidad de Ubud me he paseado por sus calles; he entrado en la cueva Goa Gajah, la que el gigante Kebo Iwa formó al rascar la roca con su uña, he accedido metiéndome por la boca de un demonio (son las creencias de los balineses); he sentido el pánico y la claustrofobia. Por las noches he salido a los barrios para ver los diferentes teatros de marionetas. Hay un ambiente raro, mágico en el bullicio de las gentes, en su alegría.  Los isleños llevan en sus manos bandejas hechas con hojas de banano repletas de coco, de galletas y de caramelos adornadas con flores Así espantan a los seres malignos. A mi espalda he notado un aliento. ¿Será un espíritu del mal? Pero no, es un muchacho veinteañero, como yo, de ojos oscuros y profundos. Me ha regalado uno de esos cambures. Es un talismán, ya no debes tener miedo, me asegura. Me ha preguntado mi dirección, no me ha importado dársela, inspira confianza. Me ha recogido cada mañana en el hotel, es un guía turístico. Me ha acompañado a las playas de Kuta donde hay peces extraños, a los arrecifes de Padangbai para navegar al amanecer y contemplar los saltos de los delfines. Las embarcaciones de los pescadores llevan ojos pintados en las proas y se protegen de las serpientes marinas. Al desembarcar hemos comido pescados y mariscos a la parrilla. El guía se llama Kombo y creo que me he enamorado de él.

Hemos hecho el amor en la habitación de mi hotel al finalizar la visita al volcán “madre” Gumg Agung, es impresionante. He respirado hondo y me he sentido feliz.

 

Me incorporo de la butaca. Veo volar otra vez las gaviotas a través de mi ventana, el calor es asfixiante. Hace dos años, cuando llegaban julio y agosto, la civilización se moría, aunque solo en apariencia, el verano es para eso, para morir un poco, para abandonar los trabajos y holgar. No había fontaneros, ni carpinteros, los comercios pegaban en sus puertas el cartel de Cerrado por vacaciones.

 Ahora el verano es permanente, como si todos hubiéramos dejado atrás nuestra existencia, morimos en los hospitales, morimos de tristeza en nuestras casas. Las tiendas no cuelgan sus carteles de cierre por vacaciones, se traspasan, dejan de existir, como muchos de nosotros, vivimos sin futuro, no nos quedan esperanzas. Llevo varios meses en paro por culpa de la pandemia; con mis escasos ahorros puedo comer, pero ¿hasta cuándo? Lo siguiente son las “colas del hambre” donde almas caritativas te ofrecen comida.

 Pienso en mi maravilloso viaje, en este inolvidable verano, un viaje realizado en mis sueños. He viajado al fin del mundo y he disfrutado de un verano que no muere y permanece en mi memoria.

El calor me aturde los sentidos, solo este verano se mantiene intacto en mi imaginación.

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