domingo, 10 de marzo de 2019

OLIMPIA



Escritora, publicó novelas, obras de teatro y más de cincuenta escritos políticos, entre ellos: LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER Y DE LA CIUDADANA.
            Guillotinada en 1793. Bajo el lema LA MUJER NACE LIBRE, defendió la igualdad de la mujer. Fue acusada por los revolucionarios de traidora y radical.           


PARÍS, 2 DE NOVIEMBRE DE 1793
Escribo por última vez, ya que de nada han servido mis cartas solicitando justicia. Espero que esta declaración en mi defensa llegue después de mi muerte, no sólo al gobierno de Francia, sino a todos los países, y que todos se enteren de cómo funcionan los radicales acusándome de jacobina. Sé que me han encarcelado sólo porque les molesta que no esté de acuerdo con ellos. Defiendo mis derechos y los de los ciudadanos y los de las ciudadanas libres. Durante años han aplaudido mis propuestas, me han elogiado y me han elevado a lo más alto, tanto en la política como en la cultura. Ahora no me perdonan que piense diferente. Lo que más me duele, es que quienes me condenan, sean esos hombres abiertos, incondicionales de los principios de la Revolución. Mañana me cortarán el cuello cuando despunte el alba. No me importaría si fuera por una causa justa o si hubiera delinquido. No quieren entender que con mi muerte faltan a las leyes de la Razón y de la Naturaleza.
Me habría gustado que un buen abogado en un tribunal justo explicara mis méritos, que hablara de mi integridad, de la lucha titánica que he librado siempre desde que llegué a París en 1770, para alcanzar un puesto como mujer en igualdad de condiciones que el hombre.
 Que el mundo lo sepa: me llamo Olimpia y nací en Montauban. Tenía una vida por delante y mis padres la truncaron casándome a los quince años con un hombre mayor. Doy gracias a que tuve la suerte de quedarme viuda en poco tiempo. Entonces juré no volver a pasar por la humillación que sufrimos las mujeres en el matrimonio. Marché a París con mi hijo para que recibiera una buena educación. Allí pude introducirme en los salones literarios. Me propuse demostrar que la mujer no se diferencia en nada del hombre, y que cualquier minúscula parte de nuestro esqueleto está compuesto de los mismos órganos: corazón, pulmones y cerebro. Somos seres nacidos de vientre de mujer ¿qué diferencia hay entonces? Para el macho somos carne sexual, objetos deseables donde satisfacer su concupiscencia; para el clero, cuerpos destinados a procrear.
Proclamé que los trabajos específicos dentro de la casa, que nos asigna la sociedad desde el nacimiento, nos denigran. Se cree que no somos capaces de desempeñar nada más que las labores de costura y las faenas domésticas.  Afirmé que las leyes hechas por hombres obedecen a un terrible trauma, porque, en contraposición a nosotras, su cuerpo no está hecho para perpetuar la humanidad. ¡Qué desilusión los ha acompañado desde todos los tiempos! Pueden ser héroes en el campo de batalla, pero no en la cama. Nosotras, en cambio, parimos y, a veces, morimos dando vida a un nuevo ser.
            Vosotros, los del Comité de Salvación Pública, me habéis conducido directamente al Tribunal Revolucionario. Merezco la guillotina, decís. Y yo os pregunto, ¿por qué? No habéis atendido mis razones, aunque en todo momento estuve a vuestro lado defendiendo al indigente, al que no tiene nada, al más humilde.  
            Me enorgullezco de ser la única mujer que ha reivindicado la libertad absoluta del ser humano, sea cual sea su sexo. A nosotras, las ciudadanas, se nos considera iguales a los ciudadanos para subir al cadalso en nombre de la justicia, pero no para subir a la tribuna y hablar en público. Si somos iguales ante la ley para ser condenadas, ¿por qué no lo somos para ejercer cargos o funciones políticas?, ¿por qué a los hombres no se les aplica la misma negativa?
Durante mis años de militancia en la Revolución, y aún antes, he pedido el derecho a la enseñanza para nosotras, la facultad de administrar los bienes y la potestad para ocupar sitios análogos a los vuestros. Yo, que he denunciado la esclavitud de los negros defendiéndoles de su sometimiento, me veo ahora esclava de vuestro fanatismo cruel y machista.
            Odio la radicalidad y me culpáis de practicarla; en la moderación está la justicia y la verdad, ¿es eso lo que me imputáis por no observar vuestros métodos homicidas? Os he avisado del peligro de la dictadura y no queréis escucharme. Soy una patriota a la que habéis perseguido. Me vais a aniquilar, pero mi palabra escrita y mi grito no podréis acallarlos.
Maximilien Robespierre, cómo han cambiado tus principios. No querías la pena de muerte para nadie, yo aprobaba esta doctrina y luchaba contigo para conseguir que el pueblo se viera libre de despotismos. ¿Por qué dejaste de ser fiel a tus creencias? ¿Qué derecho divino o humano te ha asistido para mandar decapitar a Luis XVI? Únicamente porque me he opuesto, me acusas de alta traición. Ahora, tú mismo has propiciado tu desgracia con el Régimen de Terror que has creado.
Desde mi celda te maldigo, Maximilien: verás caer mi cabeza, y detrás irá la tuya y la de todos los que os acusáis entre vosotros, los que vivís atemorizados por el miedo, porque os sentís culpables.
            Muero, y sé que vendrá el tiempo en que otras mujeres tomarán mi ejemplo. Sé que, mañana, cuando el verdugo coloque la cuchilla en mi garganta, cientos de ecos flotarán en el aire y transmitirán mi mensaje para las generaciones futuras, y que mi boca no quedará sellada, y mi queja perdurará en los siglos.
 Este es mi EPITAFIO:
            Aquí, en cualquier lugar de la tierra, yace Olimpia de Gouges-Dana, una mujer que murió a manos de la Revolución en 1793, siendo una revolucionaria convencida, que luchó para conseguir la igualdad de la raza negra y para reivindicar la libertad de pensar, de hacer y de decidir de la mujer.

FARADIDA


FARADIDA
ALEPO, SEPTIEMBRE DE 2015
Me llamo Juan y asisto a la sentencia de muerte de una mujer. No puedo resistirme a inmortalizarla en una fotografía, a través de su mirada leo sus palabras.  
            Estoy arrodillada ante mis ejecutores en medio de la calle, rodeada de hombres radicales armados; me han obligado a pesar de mi resistencia, y en esta actitud humillante espero la muerte. El imán y dos de sus seguidores me han descubierto, no era difícil, lo he hecho para provocar. Hablan, no entienden cómo he tenido el valor de hacerlo, he incumplido una de sus normas, yo, una simple mujer siria, un objeto cuyo único valor es servirles de diversión.  “¡Qué atrevimiento!, merece la muerte”, dicen. Soy musulmana suní, no creo en su religión, la que ellos han inventado, practico la verdadera, la que predicó Mahoma. Sé que, como mujer, soy libre y tengo derechos. Les he desafiado abiertamente porque no pueden imponerme su tiranía.
            En 1960 mi madre estudió en la universidad de Alepo. Vestía al estilo occidental y trabajó como profesora. Tuve una niñez feliz en los años setenta, iba a la escuela y, al salir, jugaba con mis hermanos y mis amigas. En 1980 comencé los estudios universitarios. Conocí a un estudiante, nos enamoramos y nos casamos. Hace un año que murió decapitado por miembros del Estado Islámico.
            Cuando empezó la guerra, en 2011, Raaszim se había unido al Ejército Libre. Con el bombardeo de Homs, Daraa y otras ciudades, la angustia me consumía hasta que llegaban noticias suyas. En 2014 decidimos ir juntos a Kobaré, en Kurdistán, para unirnos al ejército. Me alisté con las mujeres peshmerga, mujeres soldado que se enfrentan a la muerte para luchar contra los yihadistas. Los he visto correr despavoridos ante el temor de morir a manos nuestras. Para ellos sería perder el paraíso. Yo me alegraba al descubrir su espanto.
A Raaszim lo capturaron en una emboscada y yo juré vengarme. Continué unos meses con las mujeres kurdas contemplando la brutalidad a la que eran sometidas las prisioneras, eran su botín de guerra. Vi violaciones de veinticuatro horas seguidas en niñas y jóvenes para luego venderlas como esclavas. Vi mutilaciones y toda clase de torturas. Yo deseaba plantarles cara de alguna manera, la vida ya no me importaba.
Conseguí llegar a Alepo. La ciudad estaba medio derruida. De los portales de los edificios colgaban las reglas de los radicales. El Estado Islámico prohíbe a las mujeres vestir con colores llamativos, llevar ropa estrecha, transparente o minifalda. También deben someterse a la mutilación genital y usar el velo o niqab. Vi con horror que el yihadismo se había implantado.
Me escondí en la casa de mis padres donde ahora vive mi cuñada, preparando mi venganza. Quería transgredir esa orden que nos deshonra y nos convierte en objeto de uso y maltrato. Deseaba pregonar nuestros derechos, los de las mujeres árabes, como seres humanos y libres. Hubiera querido ponerme una minifalda y una blusa transparente, y salir así, para que todos me vieran.
He pasado quince días rebuscando en el baúl de mi antiguo cuarto. No había ningún resto de la ropa que usaba cuando era joven. Esta mañana he encontrado algo. En el fondo, he descubierto una chaqueta de color rojo y me la he puesto sobre el chador negro, consciente del pecado que estoy cometiendo. De esta manera he salido a la calle, con la cabeza alta, sin mirar a nadie. Me he sentido burlada, me han insultado, y cada mirada de desprecio me ha servido de aliciente para continuar mi desafío. De repente, alguien me ha cogido de los brazos y me ha forzado a arrodillarme.
Agachada, en esta postura vil, veo la cara furiosa del imán que sermonea a los guerrilleros. Acaba de sacar una pistola del bolsillo y apunta a mi sien. Estoy sentenciada, voy a morir en unos instantes. Son los suficientes para que todos oigan mi voz, los que pasan en este momento, los que se paran para recrease con el morbo de mi ejecución y los que sacan sus teléfonos móviles y me fotografían. Sé que mi foto dará la vuelta al mundo, y aprovecho para gritar a mi asesino que soy libre y mujer, y que no tiene derecho a matarme sólo por llevar una chaqueta roja, una prenda occidental que era mía, porque antes la libertad era norma en el país. Digo que me llamo Faradida y quiero que mi nombre perdure en nuestra historia. Un ruido seco cierra mi boca y mi cuerpo se derrumba.      



A todas las mujeres que han dejado huella en la historia, las que se han enfrentado a un mundo hostil, las que han escrito con su sangre las palabras: IGUALDAD Y LIBERTAD dando testimonio al mundo por los siglos.