viernes, 6 de diciembre de 2019


EL REGRESO



            Abro los ojos, el cielo es azul transparente, a través de la ventanilla veo los campos cubiertos de árboles. Una paloma lleva en el pico una rama de olivo. Poco a poco me doy cuenta de que estamos quietos, la nave se ha posado sobre un montículo en algún lugar.
            - ¿Han pasado ya cuarenta días y cuarenta noches? -pregunto al que maneja los mandos.
            -Según cómo lo cuentes, para nosotros eso es, justo y cabal, para vosotros han transcurrido varios siglos.  
             Un ser híbrido entre hombre-mujer que bien podría ser las dos cosas juntas, me acaba de contestar, acciona varios botones del panel, abre la compuerta verticalmente y desliza la escala rampante. Con un gesto me indica que debemos descender. Bajamos atropelladamente, somos cientos, hombres y mujeres, adolescentes y niños. Los animales son los últimos, van mansos, han estado en cautividad, los gestos fieros han desaparecido.
            Ya en el suelo, lo piso con fuerza, estoy en una tierra blanda y húmeda. Una arboleda extensa se bifurca hacia los lados, enfrente y detrás. No se advierten viviendas ni nada parecido. Muy lejano oigo el rumor del mar. La gente comienza a correr, ríe y llora, se abraza. Tomo asiento sobre una piedra, intento hacer memoria, no reconozco nada. Un anciano se me acerca, me da la mano y me tranquiliza.
            -Esta es la Tierra Prometida, en una época había continentes y una civilización muy avanzada. Todo lo destruyó el hombre; antes de perecer la humanidad completa llegó una nave a rescataros a unos pocos, entrasteis en el arca y también muchas otras especies vivientes, las de mayor tamaño se quedaron, ahora han desaparecido.
            Después de sus palabras, cierro los ojos y creo recordar. Al principio solo había humo, los pueblos y las ciudades se poblaban de una niebla densa, apenas se divisaban las nubes, más tarde la temperatura comenzó a subir, el hielo nórdico se derretía y nadie intentaba remediarlo. Pasado un tiempo, se oyó un estruendo más ensordecedor que el trueno, el cielo se tiñó de noche, se abrió en dos mitades, y un aguacero inmenso, como cortinas de agua, caía con fuerza. Entonces vi una luz que se acercaba y se posaba a mis pies. Era una nave, en su interior, un homínido con ademán imperativo me obligó a subir. Subíamos y planeábamos continuamente recogiendo personas diferentes de todas las razas y animales de todos los géneros. Sé que cuando terminó, me quedé dormida.   
            -Esta tierra es hermosa -respondí.
            -El planeta ha vuelto a nacer. Se ha regenerado tras el caos, es la segunda vez y si no lo cuidáis, no habrá una tercera oportunidad.
            El anciano se incorporó, caminó lentamente hacia el receptáculo, cruzó los peldaños y el batiente se cerró. El artefacto era inmenso, se balanceó en el aire y se elevó vertical, hasta convertirse en un punto invisible.
            No acertaba a averiguar el criterio que habían seguido esos entes extraños para elegirme a mí, ni para escoger a quienes compartimos el encierro, ¿cuarenta días y cuarenta noches? Eso fue con Noé. El arca o la nave, como se la quiera llamar, se posó en el monte Ararat. Y comenzó el crecimiento de la humanidad otra vez. Atrás quedaban las culturas antediluvianas con sus bestias, el contorno de los continentes, los secretos sepultados bajo la lluvia perpetua, nunca se supo cuál fue el motivo de la destrucción universal. Y los hombres habitaron un nuevo mundo que poco a poco fuimos devastando.
            La Historia se repite, miro el cielo transparente cubierto con un velo de gasa, los campos repletos de árboles frutales, las flores huelen a vida; percibo la alegría de las aves, el zumbar de las abejas y el trabajo incesante de las hormigas. Estreno el flamante paraíso, el nuestro.
Quiero ser como ellas, edificar, construir, formar una sociedad y conservar este regalo que es nuestro planeta. ¿Será esto posible?, me pregunto. Pienso en las diferentes especies, si poseen un instinto natural para preservar el hábitat, no me cabe duda, el hombre también. 
           
                   
           
           

           

domingo, 10 de marzo de 2019

OLIMPIA



Escritora, publicó novelas, obras de teatro y más de cincuenta escritos políticos, entre ellos: LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER Y DE LA CIUDADANA.
            Guillotinada en 1793. Bajo el lema LA MUJER NACE LIBRE, defendió la igualdad de la mujer. Fue acusada por los revolucionarios de traidora y radical.           


PARÍS, 2 DE NOVIEMBRE DE 1793
Escribo por última vez, ya que de nada han servido mis cartas solicitando justicia. Espero que esta declaración en mi defensa llegue después de mi muerte, no sólo al gobierno de Francia, sino a todos los países, y que todos se enteren de cómo funcionan los radicales acusándome de jacobina. Sé que me han encarcelado sólo porque les molesta que no esté de acuerdo con ellos. Defiendo mis derechos y los de los ciudadanos y los de las ciudadanas libres. Durante años han aplaudido mis propuestas, me han elogiado y me han elevado a lo más alto, tanto en la política como en la cultura. Ahora no me perdonan que piense diferente. Lo que más me duele, es que quienes me condenan, sean esos hombres abiertos, incondicionales de los principios de la Revolución. Mañana me cortarán el cuello cuando despunte el alba. No me importaría si fuera por una causa justa o si hubiera delinquido. No quieren entender que con mi muerte faltan a las leyes de la Razón y de la Naturaleza.
Me habría gustado que un buen abogado en un tribunal justo explicara mis méritos, que hablara de mi integridad, de la lucha titánica que he librado siempre desde que llegué a París en 1770, para alcanzar un puesto como mujer en igualdad de condiciones que el hombre.
 Que el mundo lo sepa: me llamo Olimpia y nací en Montauban. Tenía una vida por delante y mis padres la truncaron casándome a los quince años con un hombre mayor. Doy gracias a que tuve la suerte de quedarme viuda en poco tiempo. Entonces juré no volver a pasar por la humillación que sufrimos las mujeres en el matrimonio. Marché a París con mi hijo para que recibiera una buena educación. Allí pude introducirme en los salones literarios. Me propuse demostrar que la mujer no se diferencia en nada del hombre, y que cualquier minúscula parte de nuestro esqueleto está compuesto de los mismos órganos: corazón, pulmones y cerebro. Somos seres nacidos de vientre de mujer ¿qué diferencia hay entonces? Para el macho somos carne sexual, objetos deseables donde satisfacer su concupiscencia; para el clero, cuerpos destinados a procrear.
Proclamé que los trabajos específicos dentro de la casa, que nos asigna la sociedad desde el nacimiento, nos denigran. Se cree que no somos capaces de desempeñar nada más que las labores de costura y las faenas domésticas.  Afirmé que las leyes hechas por hombres obedecen a un terrible trauma, porque, en contraposición a nosotras, su cuerpo no está hecho para perpetuar la humanidad. ¡Qué desilusión los ha acompañado desde todos los tiempos! Pueden ser héroes en el campo de batalla, pero no en la cama. Nosotras, en cambio, parimos y, a veces, morimos dando vida a un nuevo ser.
            Vosotros, los del Comité de Salvación Pública, me habéis conducido directamente al Tribunal Revolucionario. Merezco la guillotina, decís. Y yo os pregunto, ¿por qué? No habéis atendido mis razones, aunque en todo momento estuve a vuestro lado defendiendo al indigente, al que no tiene nada, al más humilde.  
            Me enorgullezco de ser la única mujer que ha reivindicado la libertad absoluta del ser humano, sea cual sea su sexo. A nosotras, las ciudadanas, se nos considera iguales a los ciudadanos para subir al cadalso en nombre de la justicia, pero no para subir a la tribuna y hablar en público. Si somos iguales ante la ley para ser condenadas, ¿por qué no lo somos para ejercer cargos o funciones políticas?, ¿por qué a los hombres no se les aplica la misma negativa?
Durante mis años de militancia en la Revolución, y aún antes, he pedido el derecho a la enseñanza para nosotras, la facultad de administrar los bienes y la potestad para ocupar sitios análogos a los vuestros. Yo, que he denunciado la esclavitud de los negros defendiéndoles de su sometimiento, me veo ahora esclava de vuestro fanatismo cruel y machista.
            Odio la radicalidad y me culpáis de practicarla; en la moderación está la justicia y la verdad, ¿es eso lo que me imputáis por no observar vuestros métodos homicidas? Os he avisado del peligro de la dictadura y no queréis escucharme. Soy una patriota a la que habéis perseguido. Me vais a aniquilar, pero mi palabra escrita y mi grito no podréis acallarlos.
Maximilien Robespierre, cómo han cambiado tus principios. No querías la pena de muerte para nadie, yo aprobaba esta doctrina y luchaba contigo para conseguir que el pueblo se viera libre de despotismos. ¿Por qué dejaste de ser fiel a tus creencias? ¿Qué derecho divino o humano te ha asistido para mandar decapitar a Luis XVI? Únicamente porque me he opuesto, me acusas de alta traición. Ahora, tú mismo has propiciado tu desgracia con el Régimen de Terror que has creado.
Desde mi celda te maldigo, Maximilien: verás caer mi cabeza, y detrás irá la tuya y la de todos los que os acusáis entre vosotros, los que vivís atemorizados por el miedo, porque os sentís culpables.
            Muero, y sé que vendrá el tiempo en que otras mujeres tomarán mi ejemplo. Sé que, mañana, cuando el verdugo coloque la cuchilla en mi garganta, cientos de ecos flotarán en el aire y transmitirán mi mensaje para las generaciones futuras, y que mi boca no quedará sellada, y mi queja perdurará en los siglos.
 Este es mi EPITAFIO:
            Aquí, en cualquier lugar de la tierra, yace Olimpia de Gouges-Dana, una mujer que murió a manos de la Revolución en 1793, siendo una revolucionaria convencida, que luchó para conseguir la igualdad de la raza negra y para reivindicar la libertad de pensar, de hacer y de decidir de la mujer.

FARADIDA


FARADIDA
ALEPO, SEPTIEMBRE DE 2015
Me llamo Juan y asisto a la sentencia de muerte de una mujer. No puedo resistirme a inmortalizarla en una fotografía, a través de su mirada leo sus palabras.  
            Estoy arrodillada ante mis ejecutores en medio de la calle, rodeada de hombres radicales armados; me han obligado a pesar de mi resistencia, y en esta actitud humillante espero la muerte. El imán y dos de sus seguidores me han descubierto, no era difícil, lo he hecho para provocar. Hablan, no entienden cómo he tenido el valor de hacerlo, he incumplido una de sus normas, yo, una simple mujer siria, un objeto cuyo único valor es servirles de diversión.  “¡Qué atrevimiento!, merece la muerte”, dicen. Soy musulmana suní, no creo en su religión, la que ellos han inventado, practico la verdadera, la que predicó Mahoma. Sé que, como mujer, soy libre y tengo derechos. Les he desafiado abiertamente porque no pueden imponerme su tiranía.
            En 1960 mi madre estudió en la universidad de Alepo. Vestía al estilo occidental y trabajó como profesora. Tuve una niñez feliz en los años setenta, iba a la escuela y, al salir, jugaba con mis hermanos y mis amigas. En 1980 comencé los estudios universitarios. Conocí a un estudiante, nos enamoramos y nos casamos. Hace un año que murió decapitado por miembros del Estado Islámico.
            Cuando empezó la guerra, en 2011, Raaszim se había unido al Ejército Libre. Con el bombardeo de Homs, Daraa y otras ciudades, la angustia me consumía hasta que llegaban noticias suyas. En 2014 decidimos ir juntos a Kobaré, en Kurdistán, para unirnos al ejército. Me alisté con las mujeres peshmerga, mujeres soldado que se enfrentan a la muerte para luchar contra los yihadistas. Los he visto correr despavoridos ante el temor de morir a manos nuestras. Para ellos sería perder el paraíso. Yo me alegraba al descubrir su espanto.
A Raaszim lo capturaron en una emboscada y yo juré vengarme. Continué unos meses con las mujeres kurdas contemplando la brutalidad a la que eran sometidas las prisioneras, eran su botín de guerra. Vi violaciones de veinticuatro horas seguidas en niñas y jóvenes para luego venderlas como esclavas. Vi mutilaciones y toda clase de torturas. Yo deseaba plantarles cara de alguna manera, la vida ya no me importaba.
Conseguí llegar a Alepo. La ciudad estaba medio derruida. De los portales de los edificios colgaban las reglas de los radicales. El Estado Islámico prohíbe a las mujeres vestir con colores llamativos, llevar ropa estrecha, transparente o minifalda. También deben someterse a la mutilación genital y usar el velo o niqab. Vi con horror que el yihadismo se había implantado.
Me escondí en la casa de mis padres donde ahora vive mi cuñada, preparando mi venganza. Quería transgredir esa orden que nos deshonra y nos convierte en objeto de uso y maltrato. Deseaba pregonar nuestros derechos, los de las mujeres árabes, como seres humanos y libres. Hubiera querido ponerme una minifalda y una blusa transparente, y salir así, para que todos me vieran.
He pasado quince días rebuscando en el baúl de mi antiguo cuarto. No había ningún resto de la ropa que usaba cuando era joven. Esta mañana he encontrado algo. En el fondo, he descubierto una chaqueta de color rojo y me la he puesto sobre el chador negro, consciente del pecado que estoy cometiendo. De esta manera he salido a la calle, con la cabeza alta, sin mirar a nadie. Me he sentido burlada, me han insultado, y cada mirada de desprecio me ha servido de aliciente para continuar mi desafío. De repente, alguien me ha cogido de los brazos y me ha forzado a arrodillarme.
Agachada, en esta postura vil, veo la cara furiosa del imán que sermonea a los guerrilleros. Acaba de sacar una pistola del bolsillo y apunta a mi sien. Estoy sentenciada, voy a morir en unos instantes. Son los suficientes para que todos oigan mi voz, los que pasan en este momento, los que se paran para recrease con el morbo de mi ejecución y los que sacan sus teléfonos móviles y me fotografían. Sé que mi foto dará la vuelta al mundo, y aprovecho para gritar a mi asesino que soy libre y mujer, y que no tiene derecho a matarme sólo por llevar una chaqueta roja, una prenda occidental que era mía, porque antes la libertad era norma en el país. Digo que me llamo Faradida y quiero que mi nombre perdure en nuestra historia. Un ruido seco cierra mi boca y mi cuerpo se derrumba.      



A todas las mujeres que han dejado huella en la historia, las que se han enfrentado a un mundo hostil, las que han escrito con su sangre las palabras: IGUALDAD Y LIBERTAD dando testimonio al mundo por los siglos.
           






viernes, 4 de enero de 2019

ANDE, ANDE, ANDE



ANDE, ANDE, ANDE



Salíamos de casa a las once y media de la noche el día veinticuatro de diciembre.
Mis padres y mis hermanos, todos llevábamos el abrigo abrochado hasta el cuello, las bufandas de lana enrolladas en forma de pasamontañas y los guantes enfundados en los dedos. El frío nos empañaba los ojos hasta saltársenos las lágrimas. Caminábamos por las calles solitarias del pueblo para llegar a la capilla de las monjas.
Luego, la misa del gallo, las luces y los villancicos. El coro de las huérfanas internas sonaba como si fuera de otro mundo. Canciones al Niño Dios, al portal de Belén, a los pastores, a la Noche, a la Paz.
La misa terminaba entrada la una; yo pensaba que eso era la Navidad verdadera, la sentía, la emoción se metía en mis huesos y en mi piel. En casa nos esperaba la chimenea encendida, los platos de turrones y el cava.
Unas voces roncas me sacaron de mi abstracción: Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, dame la bota María que me voy a emborrachar. Ande, ande, ande la Marimorena. Ande, ande, ande que es la Nochebuena. A medida que avanzábamos, los gritos se oían más cerca. Hacia la mitad de nuestro itinerario tropezamos con dos personas, un hombre y una mujer rodeados de cuatro chiquillos vestidos con ropas viejas. Él sostenía una botella de vino casi vacía y desde el bolsillo del pantalón asomaba la otra. Llevaba la americana remendada en los codos, andaba dando traspiés y bebiendo a sorbitos. Ella, con un pañolón negro sobre los hombros hacía sonar la pandereta con dos tapas de cacerola. De cuando en cuando acercaba la boca a la abertura del frasco de tinto. Luego les daba a los niños.
Me quedé mirando sobrecogida, vi cómo saltaban y cantaban alegres, porque era Navidad. No les esperaba una buena cena, ni turrones, ni la lumbre de unos leños. Se aferraban al alcohol, la medicina de sus males, el elixir que les proporcionaba la felicidad momentánea y les calentaba el cuerpo. Ese día no se quedaban en casa. Dame la bota María que me voy a emborrachar. El son se perdía en las calles, en la noche, hasta la madrugada. Luego, llegaría la resaca, el frío y la miseria.
Continuamos andando, de pronto, un golpe seco nos obligó a girar en redondo. Unos metros más allá, el borracho yacía tumbado en el suelo. A su lado, se hallaba agachada la mujer con los ojos llorosos. Le gritaba: “Que no tiés ná, levántate que no llegaremos nunca”. Pasado un rato, ambos seguían igual, él inconsciente y ella zarandeándole.
Mi padre le puso la mano en el cuello, no parecía muerto, sino embotado a causa de la embriaguez. Los rapaces habían cogido la frasca y se la pasaban de uno a otro hasta quedar tirados, medio dormidos.
-Están helados, si los dejamos aquí morirán de frío -comentó.
-Sí, pero ¿qué podemos hacer? No sabemos a dónde llevarlos -decía mi madre.
 -Iré a buscar mantas -respondió.

El cielo estaba cubierto de estrellas y en medio del camino polvoriento, sin asfaltar, sin un alma que cruzara entre la vía, una hoguera lanzaba sus llamas aportando calor a una pareja y a sus pequeños. Iban envueltos en mantas. Alrededor, sentados sobre otras prendas de abrigo, nosotros, mis padres y mis hermanos con los turrones y el cava.
 No dejamos de tocar las panderetas. Cuando amaneció, con la voz ronca seguíamos entonando: Ande, ande, ande la Marimorena. Ande, ande, ande que es la Nochebuena.
El sol se mostraba en el horizonte, indeciso aún. Dejamos a la familia descansando.
Mientras nos dirigíamos a nuestra casa, la emoción se metía en mis huesos y en mi piel. Por primera vez sentí que había vivido la verdadera Navidad.


      

miércoles, 2 de enero de 2019

ES NAVIDAD


ES NAVIDAD




            El viejo le explicaba al nieto la historia. Hacía frío, los leños chisporroteaban en la chimenea del hogar. Le había preguntado qué era la Navidad.
            -Debes saberlo, todo el mundo debería saberlo. Hace más de dos mil años nació un niño en una tierra lejana. En su mochila traía muchos mensajes. Y ocurrió que, mientras iba creciendo, se desprendía de alguno y así aligeraba su maleta. Los dejaba en cualquier lado, en las casas de los vecinos y en las de los amigos.
            “Al hacerse mayor, comenzó a viajar por los caminos y continuó vaciándola como cuando era pequeño. La gente los almacenaba y después de mirarlos los echaba en saco roto, eso quería decir que los perdía por los agujeros de su talego”.
            “Otros, en cambio, los guardaban como tesoros. Ya te he dicho que esto ocurrió hace muchos años en un país muy lejano”.
            El viejo hizo una pausa, y el nieto le preguntó.
            - ¿Tú sabes lo que decían esos mensajes?
            -Sí, eran tristes y alegres. Los tristes aseguraban que el mal se había apoderado de los humanos, reinaba en ellos desde que el hombre era hombre y estaba invadiendo el planeta. La maldad se enseñoreaba de gran parte de las personas de todos los países y de todos los tiempos. Cuando los ángeles lucharon por el bien y el mal, venció este último, ganaron los malos, entonces la mezquindad se adentró en las mentes y se volvieron crueles y egoístas.
            “Por eso nació ese niño cargado de promesas buenas, por eso las repartió, aunque sólo unos pocos las asimilaron y las pusieron en práctica. Gracias a ellos el mundo aún sobrevive. Son los que, a lo largo de las generaciones, creen en el bien”.
                El viejo hizo otra pausa y el niño le preguntó.
            - ¿Tú sabes qué es el bien?
            -Claro, es pensar en los demás, es comprender, es ayudar y, sobre todo, es amar. Esos eran los mensajes alegres que aquel niño que nació hace mucho, en una tierra lejana, quería enseñar a los hombres.
            “Ese niño llevaba la Paz en su mochila para contrarrestar a los violentos, a los codiciosos y a los desalmados”.
            El viejo volvió a hacer otra pausa y dijo.
            -No creas que la navidad es estar muy contento durante una época del año y comprar muchas cosas. La Navidad tiene su espíritu y hay que comprenderlo. ¿Sabes cuál era uno de los mensajes de aquel niño? Sus palabras eran estas: Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.  Ya ves, sólo pretendían recordar que siempre habrá quienes la desean y da igual que sólo sean unos pocos los que se enfrentan a las injusticias.
            El viejo se quedó contemplando la leña. Las llamas formaban figuras extrañas, con miradas feroces, engulléndose unas a otras; veía el mundo en toda su dimensión, el odio cubría sus rostros, sin parar nunca; personajes que se esfumaban daban paso a otros nuevos, repetidos e iguales.
            Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Abrazó a su nieto.
            - ¿Te has dado cuenta? Hoy es Navidad.
            El niño no dijo nada, se incorporó y se acercó a la ventana, era de noche. El abuelo fue tras él, le dio la mano y salieron a la calle. Una multitud poblaba las aceras; personas de todas las edades; apenas se distinguían unas de otras; ricos y pobres, gentes sin rostro que encerraban sus sentimientos en un abismo interno, máscaras silenciando todas las pasiones y estados de ánimo, la tristeza, la alegría, la codicia, la desesperación, la soledad, el amor y el odio.
            Todas constituían un enjambre de sensibilidades y reacciones. El abuelo le dijo a su nieto.
            -El mundo está repleto de individuos que encubren sus comportamientos, ahí están, no adivinarás cuánto daño son capaces de hacer.
            El niño miró hacia arriba y respondió.
            -Abuelo, no quiero adivinar lo que ocultan las personas, quiero encontrar lo bueno de la gente, por eso estoy buscando en el cielo una señal, como esa que luce en el cielo.
El abuelo miró también, y la vio. Estuvieron largo rato contemplando el resplandor que anunciaba la bondad de los hombres. Las nubes formaban figuras de manos tendidas hacia los pobres, de abrazos a los que sufren, de ofrecimientos generosos de hospitalidad a los desheredados de la Tierra.
 -Esa luz se ha orientado en el cielo porque es Navidad. Ahora entiendo por qué se celebra este día. Está fija para mostrarnos su significado.
            -Así es, ahora has conocido su espíritu y lo has comprendido.   
            El abuelo le dio un beso al nieto y juntos regresaron a la casa sonriendo.
            - ¿Sabes? -le dijo-. La navidad existirá siempre mientras haya niños sobre la Tierra, porque son puros y aún no se han maleado.
            -Abuelo, y también para los ancianos como tú que eres puro igualmente.
            En las alturas, una estrella les guiñaba el ojo.