domingo, 17 de enero de 2021

EL MEJOR MAESTRO ES EL QUE SABE APRENDER

 

                                     TU MEJOR MAESTRO      

 

                      EL MEJOR MAESTRO ES EL QUE SABE

                                          APRENDER

                            

 

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto a Abel,

junto a una mancha de carmín.

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano

mal vestido, enjuto y seco,

que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil

va cantando la lección:

mil veces ciento, cien mil;

mil veces mil, un millón.

       Ese era su primer día de clase, al entrar en el aula le rondaba la poesía de Machado, le impresionaba, como siempre que la recordaba. Así eran los maestros de antes. ¿Cómo sería ella? ¿Enjuta y seca haciendo cantar a los alumnos?

      Un soplo de asombro le inundó al contemplar los rostros de los treinta de tercero de Primaria que componían la ratio. Por unos momentos la miraron estudiándola. Seguro que los más atrevidos calculaban el aguante que tendría, hasta dónde su juventud sería capaz de controlarlos, de mantenerlos quietos y en silencio.

       Era una escuela pública, con niños de varios países, migrados, de padres que habían llegado con la esperanza de mejorar. Algunos solo tenían madre, otros, venían de centros de acogida. Elena se sentía perdida, sin saber cómo empezar. Les hizo abrir el libro de Matemáticas por la primera página y se dispuso a explicar los números enteros.

         Pedro comenzó a bostezar ruidosamente; Iris le hacía eco; Miriam daba golpes en la mesa; Israel se dirigía hacia la ventana y volvía a sentarse, cada uno se dedicaba a molestar a la flamante maestra. El único que atendía sin pestañear era Efraín.

        - ¿Te interesan las Matemáticas? -le preguntó Elena.

        -Sí, pero da igual, nunca puedo estudiar.

        - ¿Por qué?, ¿tienes algún problema?

         -Todas las tardes me obligan a aprenderme un capítulo del Corán; cuando termino, estoy cansado.

        Elena no respondió. Permaneció sentada frente a su mesa, tenía ganas de llorar, no quería que los niños lo notaran, ¿cómo podían ser tan crueles?, si solo eran niños. Aguantó una semana en la que apenas dormía. No había cursado la carrera para esto, le gustaba dar clase, que los alumnos aprendieran y se formaran. Un día se levantó pensando que les faltaba interés y estaba decidida a conseguir despertar su ilusión por las cosas, por la naturaleza y por los objetos que les rodeaban. Cambiaría de táctica.

        Al entrar en el aula empezó explicándoles que puesto que ella no estaba preparada para enseñarles nada, se hallaba dispuesta a aprender lo que quisieran enseñarle. Y pidió el primer voluntario. La consternación fue absoluta, se hizo un silencio general, los niños estaban desconcertados, ¿qué le importarían a ella sus vidas?, porque, aparte de su precaria situación, no existían motivos importantes que relatar.

        -Está bien -respondió-, como no os atrevéis a hablar, coged un folio y me contáis lo que habéis hecho este fin de semana, o lo que os ocurrió el pasado año, o lo que os preocupa, o simplemente, os lo inventáis.  

           Poco a poco fueron llenando su hoja. Elena las recogió y las guardó en su carpeta. Cada día el plan era el mismo, los niños escribían y ella almacenaba sus secretos, sus penas y sus alegrías. Después de un trimestre la maestra les anunció que se podían imprimir sus historias y que editarían un libro que se llamaría Libro de Vida. Eso les entusiasmó y las memorias se fueron sucediendo, esta vez más auténticas. Tras la primera edición, la clase se había convertido en un grupo solidario, los textos se leían en voz alta, se comentaban, se añadían ideas para adquirir conocimientos de la forma más fácil y al final del curso, Elena había logrado que aprendieran Matemáticas y otras materias.

          Se despidió de los alumnos hasta el año siguiente. Todos llevaban su Libro de Vida, el bagaje de su camino, trazado con esperanza. Sin embargo, lo que más le conmovía, era que ella también lo llevaba, firmado y dedicado. Mientras se dirigía a su casa, aún resonaban los versos: Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian…

         Los tiempos habían cambiado, ahora ella había aprendido de cada uno las vidas, unas vidas de sufrimiento que disimulaban comportándose mal y fingiendo que no les interesaba nada. Ahora había comprendido que la enseñanza era un intercambio de vivencias, ahora se sentía una maestra de verdad.

        

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