CUENTO
DE NAVIDAD
2020
Si algo puede salir mal, saldrá. (Ley de Murphy)
Debido
al toque de queda a las diez de la noche, y con un aforo familiar de seis
personas, decidimos celebrar una comida en lugar de cena. No pensaba hacer el
pavo asado de siempre, dije que era mucho trabajo, fue Marc el que me lo pidió.
-Abuela, te ayudamos, sin el pavo,
no me parece Nochebuena.
-Es que no será Nochebuena, sino un
día bueno o como lo llaméis, lo malo es que no quiero hacerlo en casa, hay que
llevarlo al horno, pesa demasiado, y a tu abuelo y a mí nos es muy incómodo
meterlo en el coche y aparcar en doble fila delante de la puerta. Si os ocupáis
tu padre y tú lo compraré.
-Claro,
cuenta con nosotros -fue la respuesta de hijo y nieto.
Estos son los preliminares de una
historia que ocasionó discusiones y sentimientos de culpa. Encargué por
teléfono a la carnicería un pavo de cuatro kilos y medio para el día
veintitrés. Pasada una semana y, tras media hora larga de cola en la calle,
recogimos el animal Andrés y yo, lo introdujimos en el vehículo y regresamos a
casa con sus protestas acostumbradas, porque ya estaba bien, por el caprichito
de un niño habíamos perdido la mañana. Yo me mantuve en silencio mientras se
desahogaba.
Me pasé la tarde rellenándolo sin
ayuda, ya que, según dijo mi hijo, cuanto menos tiempo estuvieran los nietos
con nosotros, la seguridad de evitar contagios sería mayor.
Previamente, los operarios de la
panadería me avisaron de que debía llevarlo al día siguiente antes de las ocho
treinta y recogerlo sobre las dos menos cuarto, cerraban a las dos. Por la
noche empezamos a elucubrar.
-
¿Crees que Miguel será capaz de estar aquí tan pronto? A la hora de recogida
sí, pero no me fío, lo llevaremos nosotros -le comenté a Andrés.
-Ni
hablar, hemos quedado con la condición de que ayudara, yo no pienso hacerlo, no
tengo fuerza para levantar la bandeja y tú tampoco.
-Ya
lo sé, pero se me ocurre ir andando, colocando la fuente sobre el carrito de la
compra y apoyándola en cada extremo, la tahona no está lejos.
-
¡Qué disparate!, no cabe y se te caerá por el camino, además, qué pensará la
gente cuando te vea.
Otra
vez las protestas, de repente, se me enciende una luz.
-Lo
mejor sería meterlo en el coche. Yo bajo el carro con el pavo en el ascensor,
solo será girar la esquina de la acera hasta la puerta del garaje y te espero a
que salgas.
-
¿Y hacer este trasiego en la calle?, no pienso exponerme a molestar a los que
pasen. Bajas el carrito por la rampa y, ya dentro, lo ponemos.
No
me convencía la idea de bajar por una inclinación con un recipiente, pavo
incluido, y todos los líquidos indispensables, como aceite y jerez Pedro
Ximénez, pero accedí.
Todo
fue bien hasta comenzar el descenso. Con el traqueteo, la lata se inclinó y se
dispuso verticalmente. En medio de la bajada, ni Andrés ni yo podíamos
restablecerla a su posición horizontal. Yo sujetaba el carro para que no
saliera disparado y Andrés intentaba elevar los casi cinco kilos de comestible.
Era imposible, cada vez que lo empujaba, se le resbalaba, yo me sentía
impotente, pensaba que tendríamos que volcar el recipiente con su contenido en
el interior del armatoste, y eso sería un desastre. Tras grandes esfuerzos, lo
consiguió, lo apoyó en sus dos bordes y yo mantuve levantadas las dos ruedas
traseras para estabilizarlo y alcanzar el suelo llano del garaje. Obstáculo
superado, creía, pero el asador se sostenía en difícil equilibrio y volvió a caerse.
Esta vez fue más fácil sacarlo. Allí abrimos el capó, sacamos el asador que
chorreaba un líquido oscuro, y lo encuadramos en el maletero. El interior del
saco de la compra nadaba en jugos olorosos e inquietantes. Lo plegué con toda
su pringue, luego lo apoyé en los asientos traseros.
Al
llegar al obrador, saqué la bolsa de la lata asadora y les indiqué a los
panaderos que no le quitaran al pavo el papel de aluminio para que no se
quemara. No me hicieron caso y mi desolación fue total al contemplar el animal
seco, sin una gota de aceite, ni de jerez, ni de nada. Les pedí que le echaran
aceite, yo se lo pagaría, pero adujeron que no tenían permiso para añadiduras,
eso sería manipularlo.
-Al menos, un poco de agua -insistí.
Eso
sí les pareció bien. Además estaban obligados a meter dentro una tarjeta con un
número pintado en rojo como señal para recogerlo. Qué barbaridad, pensé, lo van
a tostar con un cartón.
En
casa, Andrés y yo, activamos el tono de los reproches. Resultaba que yo tenía
la culpa por ceder ante mi nieto y mi hijo. Yo respondía que la culpa era suya
por no hacerme caso y empeñarse en cargar la “mercancía” dentro del garaje.
Al
mediodía llegó Miguel con el pavo. Mi desesperación fue mayor cuando lo vi todo
quemado y disminuido.
-No
pasa nada, es Nochebuena -dijo trinchándolo.
El
“Buen Día” comimos el pavo algo reseco, la patata pequeña, con piel, estaba
dura porque no era del país, sino francesa, con mi consomé me pasé del chorro
de jerez. Nos reunimos seis personas, brindamos y nos deseamos un futuro próspero
y saludable.
¿La
culpa?, no la tenía nadie, sin duda era del pavo, que estaba muerto y no podía
defenderse.
Esta
mañana, al limpiar el asador, he encontrado trozos de cartón deshechos y
diseminados. Me he convencido de que no se puede pedir más en una Nochebuena
del 2020.
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