MADRID,
5 DE AGOSTO DE 1939
Me estoy ahogando. Noto la
opresión en la mandíbula y los ojos se me llenan de lágrimas. Me conducen a la
capilla para que me arrepienta. ¿De qué debo arrepentirme a mis diecinueve
años?, ¿de pensar en mi felicidad?, ¿de trabajar para ayudar a mi familia?
Quiero tener ilusiones, ¡vivir! ¿Qué vale mi vida para los que me condenan? No
he hecho mal a nadie ni nada de lo que avergonzarme.
Sigo arrodillada en el banco
de madera observando el curso de mi corta existencia. Todo ha sucedido
demasiado rápido. Quién me iba a decir, cuando vine de Oviedo con mi madre y
mis hermanas, que esta ciudad sería mi tumba. Recuerdo la emoción que sentí al
llegar la capital. Éramos modistas, aquí mejoraríamos nuestro nivel de vida.
Los encargos de costura serían muy superiores a los de la ciudad de provincias.
Me coloqué en un taller
mediocre, la paga era pequeña; cosíamos de ocho de la mañana a nueve de la
noche haciendo un descanso para almorzar. Sólo tenía quince años y todo me
parecía bien. Madrid me gustaba, el ambiente era alegre y la gente muy abierta.
Había verbenas en las festividades. Aquel año salí por primera vez con mis
compañeras de taller. Era el 13 de junio, día de san Antonio de la Florida. Las
chicas íbamos en el tranvía hasta el lugar de los merenderos en la otra margen
del río, frente al paseo de la Florida. La noche brillaba iluminada por la luna
y los farolillos de papel fosforecían con sus luces de colores. Todo me parecía
mágico. Los muchachos me sacaban a bailar y yo me divertía. Mi amiga Paquita me
dijo que un chico muy guapo que estaba junto al puesto de las limonadas no
dejaba de mirarme. Yo también lo miré. Entonces se me acercó y hablamos sin
parar. Tenía proyectos, sueños, decía cosas que me costaba entender sobre los
derechos de los trabajadores. Yo le conté que llevaba apenas unos meses en
Madrid y esperaba mejorar económicamente. Luego me acompañó a casa. Se lo conté
a mi madre y me recomendó que tuviera cuidado, que no me fiara, que todavía era
muy joven.
Me enamoré de Manuel. Me fui
enterando de que andaba metido en política; a mi madre le preocupaba, me decía
que pensara sólo en mis quehaceres. Él
se empeñaba en que fuera a los mítines de Clara Campoamor. Yo me dejaba llevar;
hablaba de la igualdad de la mujer frente al hombre, de que éramos tan capaces
como ellos de desempeñar cualquier trabajo, que había una ley natural que
igualaba a todos los seres humanos. Eso me llegaba al alma. Clara Campoamor me
hizo apreciar y entender mi verdadera condición femenina. Se lo explicaba a mi
madre y me contestaba que mi papel estaba en el hogar y en realizar las labores
para las que estábamos destinadas, pero yo sabía que no era cierto.
El ambiente en aquellas
reuniones estaba muy politizado, si eras republicana no se concebía que no
militaras en alguna organización. Manuel era un entusiasta de las ideas
feministas y nos hicimos de las Juventudes Socialistas Unificadas. Nos
reuníamos por las tardes para elaborar los estatutos de la nueva asociación. Yo
me sentía útil al defender los derechos de los trabajadores y, sobre todo, las
libertades de la mujer.
Después del año treinta y seis la costura no
nos daba para vivir. Las bombas de los nacionales destrozaban las casas, nadie
nos encargaba ropa, ni siquiera remiendos.
Me coloqué como cobradora de tranvías en 1937.
Me borré de las JSU que me ocupaban un tiempo excesivo. En el nuevo trabajo ganaba un poco más y tenía
algunas horas libres para hacer ejercicio. Me dijeron que había unas
instalaciones deportivas donde podría practicar y ejercer de monitora con otras
chicas. Iba a menudo y, al acabar, me recogía Manuel. Su mejor amigo, Pedro, lo
acompañaba a veces.
Casi no me sostengo, no entiendo qué me ha
pasado y por qué Pedro me ha delatado nada más terminar la guerra. No lo puedo
saber. Yo sólo pertenecí a la Organización una temporada corta. La dejé
influida por mi madre que me decía que no me metiera en líos. Dicen que el
motivo ha sido el atentado contra un guardia civil de alta graduación; han
muerto él, su hija y el chófer. Ahora buscan responsables entre los afiliados a
los comunistas. Las Juventudes Socialistas Unificadas ya no funcionan, pero han
cogido a cincuenta y tres personas, entre ellas estoy yo, que no soy nada de
eso, que mi único delito es creer en nuestros derechos.
Con nosotras se han ensañado.
Somos trece mujeres de edades parecidas, cuya culpa es el haber permanecido en
el bando republicano. Cuando me llevaron a la cárcel de las Ventas, hace tres
meses, estaba cosiendo para la mujer de un guardia civil.
Me he cansado de decir que no
he matado a nadie, que no he hecho nada. Durante el período que he estado
encarcelada me he asfixiado en este calabozo húmedo, con ratas y cucarachas
corriendo entre mis pies. Ya no tengo miedo, sólo sufro por mi madre. De Manuel
no sé nada, también lo han cogido, tal vez esté muerto.
Oigo los pasos de los guardias
que se acercan para recogernos. Nos han condenado a morir. Nos meten en un
camión. Está amaneciendo y ya no se ve la luna, esa luna que me recuerda el día
que le conocí. Al bajar, junto a la tapia del Cementerio del Este, un soldado
me mira compasivo. “No puedo hacer nada”, me dice. “Sí puedes, dale esta carta
a mi madre”, le respondo. La coge y se la guarda en el bolsillo. Mi último
pensamiento es para ella. Sé que muero por nada, por la venganza del Dictador y
por su miedo.
Estamos alineadas, los fusiles nos apuntan. No
puedo evitar el grito que estalla en mi pecho:
¡QUE MI NOMBRE NO SE BORRE DE
LA HISTORIA!
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