viernes, 6 de marzo de 2020

JULIA



MADRID, 5 DE AGOSTO DE 1939
Me estoy ahogando. Noto la opresión en la mandíbula y los ojos se me llenan de lágrimas. Me conducen a la capilla para que me arrepienta. ¿De qué debo arrepentirme a mis diecinueve años?, ¿de pensar en mi felicidad?, ¿de trabajar para ayudar a mi familia? Quiero tener ilusiones, ¡vivir! ¿Qué vale mi vida para los que me condenan? No he hecho mal a nadie ni nada de lo que avergonzarme. 
Sigo arrodillada en el banco de madera observando el curso de mi corta existencia. Todo ha sucedido demasiado rápido. Quién me iba a decir, cuando vine de Oviedo con mi madre y mis hermanas, que esta ciudad sería mi tumba. Recuerdo la emoción que sentí al llegar la capital. Éramos modistas, aquí mejoraríamos nuestro nivel de vida. Los encargos de costura serían muy superiores a los de la ciudad de provincias.
Me coloqué en un taller mediocre, la paga era pequeña; cosíamos de ocho de la mañana a nueve de la noche haciendo un descanso para almorzar. Sólo tenía quince años y todo me parecía bien. Madrid me gustaba, el ambiente era alegre y la gente muy abierta. Había verbenas en las festividades. Aquel año salí por primera vez con mis compañeras de taller. Era el 13 de junio, día de san Antonio de la Florida. Las chicas íbamos en el tranvía hasta el lugar de los merenderos en la otra margen del río, frente al paseo de la Florida. La noche brillaba iluminada por la luna y los farolillos de papel fosforecían con sus luces de colores. Todo me parecía mágico. Los muchachos me sacaban a bailar y yo me divertía. Mi amiga Paquita me dijo que un chico muy guapo que estaba junto al puesto de las limonadas no dejaba de mirarme. Yo también lo miré. Entonces se me acercó y hablamos sin parar. Tenía proyectos, sueños, decía cosas que me costaba entender sobre los derechos de los trabajadores. Yo le conté que llevaba apenas unos meses en Madrid y esperaba mejorar económicamente. Luego me acompañó a casa. Se lo conté a mi madre y me recomendó que tuviera cuidado, que no me fiara, que todavía era muy joven.
Me enamoré de Manuel. Me fui enterando de que andaba metido en política; a mi madre le preocupaba, me decía que pensara sólo en mis quehaceres.  Él se empeñaba en que fuera a los mítines de Clara Campoamor. Yo me dejaba llevar; hablaba de la igualdad de la mujer frente al hombre, de que éramos tan capaces como ellos de desempeñar cualquier trabajo, que había una ley natural que igualaba a todos los seres humanos. Eso me llegaba al alma. Clara Campoamor me hizo apreciar y entender mi verdadera condición femenina. Se lo explicaba a mi madre y me contestaba que mi papel estaba en el hogar y en realizar las labores para las que estábamos destinadas, pero yo sabía que no era cierto.
El ambiente en aquellas reuniones estaba muy politizado, si eras republicana no se concebía que no militaras en alguna organización. Manuel era un entusiasta de las ideas feministas y nos hicimos de las Juventudes Socialistas Unificadas. Nos reuníamos por las tardes para elaborar los estatutos de la nueva asociación. Yo me sentía útil al defender los derechos de los trabajadores y, sobre todo, las libertades de la mujer.
 Después del año treinta y seis la costura no nos daba para vivir. Las bombas de los nacionales destrozaban las casas, nadie nos encargaba ropa, ni siquiera remiendos.
 Me coloqué como cobradora de tranvías en 1937. Me borré de las JSU que me ocupaban un tiempo excesivo.  En el nuevo trabajo ganaba un poco más y tenía algunas horas libres para hacer ejercicio. Me dijeron que había unas instalaciones deportivas donde podría practicar y ejercer de monitora con otras chicas. Iba a menudo y, al acabar, me recogía Manuel. Su mejor amigo, Pedro, lo acompañaba a veces.
 Casi no me sostengo, no entiendo qué me ha pasado y por qué Pedro me ha delatado nada más terminar la guerra. No lo puedo saber. Yo sólo pertenecí a la Organización una temporada corta. La dejé influida por mi madre que me decía que no me metiera en líos. Dicen que el motivo ha sido el atentado contra un guardia civil de alta graduación; han muerto él, su hija y el chófer. Ahora buscan responsables entre los afiliados a los comunistas. Las Juventudes Socialistas Unificadas ya no funcionan, pero han cogido a cincuenta y tres personas, entre ellas estoy yo, que no soy nada de eso, que mi único delito es creer en nuestros derechos.
Con nosotras se han ensañado. Somos trece mujeres de edades parecidas, cuya culpa es el haber permanecido en el bando republicano. Cuando me llevaron a la cárcel de las Ventas, hace tres meses, estaba cosiendo para la mujer de un guardia civil.
Me he cansado de decir que no he matado a nadie, que no he hecho nada. Durante el período que he estado encarcelada me he asfixiado en este calabozo húmedo, con ratas y cucarachas corriendo entre mis pies. Ya no tengo miedo, sólo sufro por mi madre. De Manuel no sé nada, también lo han cogido, tal vez esté muerto.
Oigo los pasos de los guardias que se acercan para recogernos. Nos han condenado a morir. Nos meten en un camión. Está amaneciendo y ya no se ve la luna, esa luna que me recuerda el día que le conocí. Al bajar, junto a la tapia del Cementerio del Este, un soldado me mira compasivo. “No puedo hacer nada”, me dice. “Sí puedes, dale esta carta a mi madre”, le respondo. La coge y se la guarda en el bolsillo. Mi último pensamiento es para ella. Sé que muero por nada, por la venganza del Dictador y por su miedo.
 Estamos alineadas, los fusiles nos apuntan. No puedo evitar el grito que estalla en mi pecho:
¡QUE MI NOMBRE NO SE BORRE DE LA HISTORIA!













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