ALEPO, SEPTIEMBRE DE 2015
Me llamo Juan y asisto a la
sentencia de muerte de una mujer. No puedo resistirme a inmortalizarla en una
fotografía, a través de su mirada leo sus palabras, iguales a las de otras
mujeres que han sufrido un calvario parecido.
Estoy
arrodillada ante mis ejecutores en medio de la calle, rodeada de hombres
radicales armados; me han obligado a pesar de mi resistencia, y en esta actitud
humillante espero la muerte. El imán y dos de sus seguidores me han
descubierto, no era difícil, lo he hecho para provocar. Hablan, no entienden
cómo he tenido el valor de hacerlo, he incumplido una de sus normas, yo, una
simple mujer siria, un objeto cuyo único valor es servirles de diversión. “¡Qué atrevimiento!, merece la muerte”,
dicen. Soy musulmana suní, no creo en su religión, la que ellos han inventado,
practico la verdadera, la que predicó Mahoma. Sé que, como mujer, soy libre y
tengo derechos. Les he desafiado abiertamente porque no pueden imponerme su
tiranía.
En
1960 mi madre estudió en la universidad de Alepo. Vestía al estilo occidental y
trabajó como profesora. Tuve una niñez feliz en los años setenta, iba a la
escuela y, al salir, jugaba con mis hermanos y mis amigas. En 1980 comencé los
estudios universitarios. Conocí a un estudiante, nos enamoramos y nos casamos.
Hace un año que murió decapitado por miembros del Estado Islámico.
Cuando
empezó la guerra, en 2011, Raaszim se había unido al Ejército Libre. Con el
bombardeo de Homs, Daraa y otras ciudades, la angustia me consumía hasta que
llegaban noticias suyas. En 2014 decidimos ir juntos a Kobaré, en Kurdistán,
para unirnos al ejército. Me alisté con las mujeres peshmerga, mujeres soldado que se enfrentan a la muerte para luchar
contra los yihadistas. Los he visto correr despavoridos ante el temor de morir
a manos nuestras. Para ellos sería perder el paraíso. Yo me alegraba al
descubrir su espanto.
A Raaszim lo capturaron en
una emboscada, y yo juré vengarme. Continué unos meses con las mujeres kurdas
contemplando la brutalidad a la que eran sometidas las prisioneras, eran su
botín de guerra. Vi violaciones de veinticuatro horas seguidas en niñas y
jóvenes para luego venderlas como esclavas. Vi mutilaciones y toda clase de
torturas. Yo deseaba plantarles cara de alguna manera, la vida ya no me
importaba.
Conseguí llegar a Alepo. La
ciudad estaba medio derruida. De los portales de los edificios colgaban las
reglas de los radicales. El Estado Islámico prohíbe a las mujeres vestir con
colores llamativos, llevar ropa estrecha, transparente o minifalda. También
deben someterse a la mutilación genital y usar el velo o niqab. Vi con horror que el yihadismo se había implantado.
Me escondí en la casa de mis
padres donde ahora vive mi cuñada, preparando mi venganza. Quería transgredir
esa orden que nos deshonra y nos convierte en objeto de uso y maltrato. Deseaba
pregonar nuestros derechos, los de las mujeres árabes, como seres humanos y
libres. Hubiera querido ponerme una minifalda y una blusa transparente, y salir
así, para que todos me vieran.
He pasado quince días
rebuscando en el baúl de mi antiguo cuarto. No había ningún resto de la ropa
que usaba cuando era joven. Esta mañana he encontrado algo. En el fondo, he
descubierto una chaqueta de color rojo y me la he puesto sobre el chador negro
consciente del pecado que estoy cometiendo. De esta manera he salido a la
calle, con la cabeza alta, sin mirar a nadie. Me he sentido burlada, me han
insultado, y cada mirada de desprecio me ha servido de aliciente para continuar
mi desafío. De repente, alguien me ha cogido de los brazos y me ha forzado a
arrodillarme.
Agachada, en esta postura
vil, veo la cara furiosa del imán que sermonea a los guerrilleros. Acaba de
sacar una pistola del bolsillo y apunta a mi sien. Estoy sentenciada, voy a
morir en unos instantes. Son los suficientes para que todos oigan mi voz, los
que pasan en este momento, los que se paran para recrease con el morbo de mi
ejecución y los que sacan sus teléfonos móviles y me fotografían. Sé que mi
foto dará la vuelta al mundo, y aprovecho para gritar a mi asesino que soy
libre y mujer, y que no tiene derecho a matarme sólo por llevar una chaqueta
roja, una prenda occidental que era mía, porque antes la libertad era norma en
el país. Digo que me llamo Faradida y quiero que mi nombre perdure en nuestra
historia. Un ruido seco cierra mi boca y mi cuerpo se derrumba.
A todas las mujeres que han
dejado huella en la historia, las que se han enfrentado a un mundo hostil, las
que han escrito con su sangre las palabras: IGUALDAD Y LIBERTAD dando
testimonio al mundo por los siglos.
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