viernes, 6 de marzo de 2020

FARADIDA


ALEPO, SEPTIEMBRE DE 2015
Me llamo Juan y asisto a la sentencia de muerte de una mujer. No puedo resistirme a inmortalizarla en una fotografía, a través de su mirada leo sus palabras, iguales a las de otras mujeres que han sufrido un calvario parecido.  
            Estoy arrodillada ante mis ejecutores en medio de la calle, rodeada de hombres radicales armados; me han obligado a pesar de mi resistencia, y en esta actitud humillante espero la muerte. El imán y dos de sus seguidores me han descubierto, no era difícil, lo he hecho para provocar. Hablan, no entienden cómo he tenido el valor de hacerlo, he incumplido una de sus normas, yo, una simple mujer siria, un objeto cuyo único valor es servirles de diversión.  “¡Qué atrevimiento!, merece la muerte”, dicen. Soy musulmana suní, no creo en su religión, la que ellos han inventado, practico la verdadera, la que predicó Mahoma. Sé que, como mujer, soy libre y tengo derechos. Les he desafiado abiertamente porque no pueden imponerme su tiranía.
            En 1960 mi madre estudió en la universidad de Alepo. Vestía al estilo occidental y trabajó como profesora. Tuve una niñez feliz en los años setenta, iba a la escuela y, al salir, jugaba con mis hermanos y mis amigas. En 1980 comencé los estudios universitarios. Conocí a un estudiante, nos enamoramos y nos casamos. Hace un año que murió decapitado por miembros del Estado Islámico.
            Cuando empezó la guerra, en 2011, Raaszim se había unido al Ejército Libre. Con el bombardeo de Homs, Daraa y otras ciudades, la angustia me consumía hasta que llegaban noticias suyas. En 2014 decidimos ir juntos a Kobaré, en Kurdistán, para unirnos al ejército. Me alisté con las mujeres peshmerga, mujeres soldado que se enfrentan a la muerte para luchar contra los yihadistas. Los he visto correr despavoridos ante el temor de morir a manos nuestras. Para ellos sería perder el paraíso. Yo me alegraba al descubrir su espanto.
A Raaszim lo capturaron en una emboscada, y yo juré vengarme. Continué unos meses con las mujeres kurdas contemplando la brutalidad a la que eran sometidas las prisioneras, eran su botín de guerra. Vi violaciones de veinticuatro horas seguidas en niñas y jóvenes para luego venderlas como esclavas. Vi mutilaciones y toda clase de torturas. Yo deseaba plantarles cara de alguna manera, la vida ya no me importaba.
Conseguí llegar a Alepo. La ciudad estaba medio derruida. De los portales de los edificios colgaban las reglas de los radicales. El Estado Islámico prohíbe a las mujeres vestir con colores llamativos, llevar ropa estrecha, transparente o minifalda. También deben someterse a la mutilación genital y usar el velo o niqab. Vi con horror que el yihadismo se había implantado.
Me escondí en la casa de mis padres donde ahora vive mi cuñada, preparando mi venganza. Quería transgredir esa orden que nos deshonra y nos convierte en objeto de uso y maltrato. Deseaba pregonar nuestros derechos, los de las mujeres árabes, como seres humanos y libres. Hubiera querido ponerme una minifalda y una blusa transparente, y salir así, para que todos me vieran.
He pasado quince días rebuscando en el baúl de mi antiguo cuarto. No había ningún resto de la ropa que usaba cuando era joven. Esta mañana he encontrado algo. En el fondo, he descubierto una chaqueta de color rojo y me la he puesto sobre el chador negro consciente del pecado que estoy cometiendo. De esta manera he salido a la calle, con la cabeza alta, sin mirar a nadie. Me he sentido burlada, me han insultado, y cada mirada de desprecio me ha servido de aliciente para continuar mi desafío. De repente, alguien me ha cogido de los brazos y me ha forzado a arrodillarme.
Agachada, en esta postura vil, veo la cara furiosa del imán que sermonea a los guerrilleros. Acaba de sacar una pistola del bolsillo y apunta a mi sien. Estoy sentenciada, voy a morir en unos instantes. Son los suficientes para que todos oigan mi voz, los que pasan en este momento, los que se paran para recrease con el morbo de mi ejecución y los que sacan sus teléfonos móviles y me fotografían. Sé que mi foto dará la vuelta al mundo, y aprovecho para gritar a mi asesino que soy libre y mujer, y que no tiene derecho a matarme sólo por llevar una chaqueta roja, una prenda occidental que era mía, porque antes la libertad era norma en el país. Digo que me llamo Faradida y quiero que mi nombre perdure en nuestra historia. Un ruido seco cierra mi boca y mi cuerpo se derrumba.      



A todas las mujeres que han dejado huella en la historia, las que se han enfrentado a un mundo hostil, las que han escrito con su sangre las palabras: IGUALDAD Y LIBERTAD dando testimonio al mundo por los siglos.
           






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