jueves, 2 de enero de 2020

EL ALMANAQUE



EL ALMANAQUE



 La Navidad es para los niños. Ahora me siento anticuada en este torbellino de compras y regalos que no me reportan a la realidad de su esencia. Luego advierto que me sigue gustando esa otra, la que tiene espíritu, la que yo vivía de niña, la que transmitía Dickens en sus cuentos. Una vez al año, afirmaba, la humanidad, ricos y pobres, se da la mano y los niños sueñan. Para él la Navidad transcendía lo real, se elevaba por encima del bien y del mal y se acercaba a la infancia, donde la ingenuidad se mezcla con la fantasía.
Tengo en la mano su historia insuperable y veo al escribano Bob trabajar durante horas, muerto de frío; y observo su casa, su hijo Tim, lisiado y feliz sentado a la mesa; hay una cena escogida por la madre con el amor obligado en estas fechas; la familia está alegre porque es Nochebuena, a pesar de la lacra de la miseria que esconde bajo la piel; a pesar del respeto profundo de su resignación frente a todos los infortunios. Después percibo las casas, las calles, la gente celebrando la Navidad, y la otra casa lúgubre y oculta del avaro, y los tres espectros, el pasado, el presente y el futuro que acosan a míster Scrooge. Personajes mágicos y reales en la mente de Dickens, que veneraba esos días hasta el paroxismo, como si la felicidad confluyera y se apretujara para ir destilándola poco a poco a lo largo de la vida. Su lección no solo es de amor, sino de compasión, de examen de conciencia y de arrepentimiento.
         El pasado se me aparece gracias al cuentista y rememoro esas otras Navidades. Cuando era pequeña iba con mis hermanas a los cerros a coger unas piedras blancas, calizas, que simulaban los montes nevados de Belén. Poníamos el Nacimiento: la cueva, las figuras, el río de papel de plata que terminaba en un lago pequeño donde colocábamos los patos y, en el borde, la lavandera con la tabla. En los corchos, que equivalían a rocas y musgo, clavábamos corderos, cabras y, más abajo, una campesina y sus gallinas. Los animales no podían faltar, sin ellos nos parecía que el nacimiento no era lo natural que deseábamos. El cielo era un papel azul añil repleto de estrellas que habíamos dibujado y recortado sobre una cartulina dorada. Luego cantábamos a dos voces, nos poníamos delante y elegíamos cada día un villancico diferente. Nos sentíamos artistas, satisfechas de nuestras cualidades.
 Eso era la Navidad para mí, aunque lo que realmente me emocionaba era el almanaque. Mi madre me lo regalaba cada año. Ocupaba la portada un anciano que nunca era igual, sino parecido, con el rostro plagado de surcos y arrugas, los ojos apenas podía abrirlos bajo el peso de los párpados que se cubrían con varios dobleces, las carnes le colgaban bajo la mandíbula, la boca, medio abierta, apenas tenía dientes y la barba era blanca y, tan larga, que parecía una madeja de lana que se extendía y le servía de alfombra. Llevaba impreso en letras grandes el nombre del año que se iba.
 -Es muy viejo -decía madre- ha cumplido trescientos sesenta y cinco días.
 Yo lo contemplaba absorta, lo miraba durante horas fascinada, me parecía un ser bondadoso y viejísimo como nadie era, con urgencia de hablar y deseaba que me contara algo de su vida. Con mis ojos infantiles admitía que ese señor que se llamaba AÑO VIEJO no necesitaba más días para envejecer, había cumplido su ciclo que lo convertía en el ser más longevo de este mundo. Y me daba por pensar cuál habría sido su aspecto en noviembre, en agosto o en abril. Lo veía en todas sus edades mes a mes; ¿guapo?, ¿cascarrabias?, ¿generoso?, ¿cuándo le salió la primera arruga? En estas elucubraciones pasaba la página, allí aguardaba un recién nacido robusto que se llamaba AÑO NUEVO.
Percibía un sentimiento de frustración por envejecer tanto. Le comparaba con el otro y con su cuerpo reluciente. Él también fue enero, terso y joven, como todos somos al nacer, todo el mundo hemos sido enero. Lo que me preocupaba era saber en qué circunstancia había alcanzado el inevitable deterioro y por qué se había desgastado hasta ese punto; entonces se llenaba de lucecitas mi imaginación, examinaba cada línea de sus mejillas, descubría día a día que se encogía más y al llegar el treinta y uno de diciembre, aparecía ante mí un pellejo extendido en el suelo, una piltrafa, el despojo integral de un año, y me estremecía al pensar que la VEJEZ con mayúsculas, el llegar a la máxima edad, consistía en convertirnos en un guiñapo.
-Nadie cumple el total de un tiempo completo -alegó mi madre al verme desconsolada.
La visión de la imagen, año tras año, supuso sin saberlo una de mis primeras reflexiones sobre la decadencia de los seres, era consciente de que el aspecto ruinoso del último día del mes me angustiaba. Más tarde, cuando mi madre dejó de regalármelo, comprendí que me había hecho mayor. Dije adiós al viejecito, a sus incontables pliegues, a mis razonamientos sobre la fugacidad de la vida y sobre la desnudez del cuerpo, pero no pude despedirme de la magia, ni del espíritu, ni del mensaje que llevaba implícito la Navidad.
Ahora, al recordar el almanaque, sé que es un símbolo pasado de mi infancia que se funde con el presente, es el segundo espectro, que me regala esta mirada atrás. Ahora veo llegar cada Navidad y los fantasmas del señor Scrooge me acompañan, un aliento flota en el ambiente y se hunde hasta el fondo de mis raíces, es un espíritu inmortal, que no envejece y me anuncia esa Navidad que Dickens quiso perpetuar a lo largo del tiempo, donde los habitantes del planeta, aunque sea una vez al año, se dan la mano.
Me pregunto si es por eso por lo que me sigue gustando la Navidad.
           





           


           

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