EL
ALMANAQUE
La Navidad es para los niños. Ahora me siento anticuada en este torbellino de compras y
regalos que no me reportan a la realidad de su esencia. Luego advierto que me sigue
gustando esa otra, la que tiene espíritu, la que yo vivía de niña, la que
transmitía Dickens en sus cuentos. Una vez al año, afirmaba, la humanidad,
ricos y pobres, se da la mano y los niños sueñan. Para él la Navidad
transcendía lo real, se elevaba por encima del bien y del mal y se acercaba a
la infancia, donde la ingenuidad se mezcla con la fantasía.
Tengo
en la mano su historia insuperable y veo al escribano Bob trabajar durante
horas, muerto de frío; y observo su casa, su hijo Tim, lisiado y feliz sentado
a la mesa; hay una cena escogida por la madre con el amor obligado en estas
fechas; la familia está alegre porque es Nochebuena, a pesar de la lacra de la
miseria que esconde bajo la piel; a pesar del respeto profundo de su
resignación frente a todos los infortunios. Después percibo las casas, las
calles, la gente celebrando la Navidad, y la otra casa lúgubre y oculta del
avaro, y los tres espectros, el pasado, el presente y el futuro que acosan a
míster Scrooge. Personajes mágicos y reales en la mente de Dickens, que veneraba
esos días hasta el paroxismo, como si la felicidad confluyera y se apretujara
para ir destilándola poco a poco a lo largo de la vida. Su lección no solo es
de amor, sino de compasión, de examen de conciencia y de arrepentimiento.
El pasado se me aparece gracias al cuentista y
rememoro esas otras Navidades. Cuando era pequeña iba con mis hermanas a los
cerros a coger unas piedras blancas, calizas, que simulaban los montes nevados
de Belén. Poníamos el Nacimiento: la cueva, las figuras, el río de papel de
plata que terminaba en un lago pequeño donde colocábamos los patos y, en el
borde, la lavandera con la tabla. En los corchos, que equivalían a rocas y
musgo, clavábamos corderos, cabras y, más abajo, una campesina y sus gallinas. Los
animales no podían faltar, sin ellos nos parecía que el nacimiento no era lo natural
que deseábamos. El cielo era un papel azul añil repleto de estrellas que
habíamos dibujado y recortado sobre una cartulina dorada. Luego cantábamos a
dos voces, nos poníamos delante y elegíamos cada día un villancico diferente.
Nos sentíamos artistas, satisfechas de nuestras cualidades.
Eso era la Navidad para mí, aunque lo que realmente
me emocionaba era el almanaque. Mi madre me lo regalaba cada año. Ocupaba la
portada un anciano que nunca era igual, sino parecido, con el rostro plagado de
surcos y arrugas, los ojos apenas podía abrirlos bajo el peso de los párpados
que se cubrían con varios dobleces, las carnes le colgaban bajo la mandíbula,
la boca, medio abierta, apenas tenía dientes y la barba era blanca y, tan
larga, que parecía una madeja de lana que se extendía y le servía de alfombra. Llevaba
impreso en letras grandes el nombre del año que se iba.
-Es muy viejo -decía madre- ha cumplido
trescientos sesenta y cinco días.
Yo lo contemplaba absorta, lo miraba durante horas
fascinada, me parecía un ser bondadoso y viejísimo como nadie era, con urgencia
de hablar y deseaba que me contara algo de su vida. Con mis ojos infantiles
admitía que ese señor que se llamaba AÑO VIEJO no necesitaba más días para
envejecer, había cumplido su ciclo que lo convertía en el ser más longevo de
este mundo. Y me daba por pensar cuál habría sido su aspecto en noviembre, en
agosto o en abril. Lo veía en todas sus edades mes a mes; ¿guapo?, ¿cascarrabias?,
¿generoso?, ¿cuándo le salió la primera arruga? En estas elucubraciones pasaba
la página, allí aguardaba un recién nacido robusto que se llamaba AÑO NUEVO.
Percibía
un sentimiento de frustración por envejecer tanto. Le comparaba con el otro y con
su cuerpo reluciente. Él también fue enero, terso y joven, como todos somos al
nacer, todo el mundo hemos sido enero. Lo que me preocupaba era saber en qué circunstancia
había alcanzado el inevitable deterioro y por qué se había desgastado hasta ese
punto; entonces se llenaba de lucecitas mi imaginación, examinaba cada línea de
sus mejillas, descubría día a día que se encogía más y al llegar el treinta y
uno de diciembre, aparecía ante mí un pellejo extendido en el suelo, una
piltrafa, el despojo integral de un año, y me estremecía al pensar que la VEJEZ
con mayúsculas, el llegar a la máxima edad, consistía en convertirnos en un
guiñapo.
-Nadie
cumple el total de un tiempo completo -alegó mi madre al verme desconsolada.
La
visión de la imagen, año tras año, supuso sin saberlo una de mis primeras
reflexiones sobre la decadencia de los seres, era consciente de que el aspecto
ruinoso del último día del mes me angustiaba. Más tarde, cuando mi madre dejó
de regalármelo, comprendí que me había hecho mayor. Dije adiós al viejecito, a
sus incontables pliegues, a mis razonamientos sobre la fugacidad de la vida y
sobre la desnudez del cuerpo, pero no pude despedirme de la magia, ni del
espíritu, ni del mensaje que llevaba implícito la Navidad.
Ahora,
al recordar el almanaque, sé que es un símbolo pasado de mi infancia que se
funde con el presente, es el segundo espectro, que me regala esta mirada atrás.
Ahora veo llegar cada Navidad y los fantasmas del señor Scrooge me acompañan,
un aliento flota en el ambiente y se hunde hasta el fondo de mis raíces, es un
espíritu inmortal, que no envejece y me anuncia esa Navidad que Dickens quiso perpetuar
a lo largo del tiempo, donde los habitantes del planeta, aunque sea una vez al
año, se dan la mano.
Me
pregunto si es por eso por lo que me sigue gustando la Navidad.
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