QUERIDA
TÍA
Julia leyó el remitente después de un día
agotador. Tenía en sus manos la carta de una persona desconocida. No le
interesaba demasiado el escribiente; quien quiera que fuese, no dudaba de que
sería algún medio de publicidad, utensilios quirúrgicos o vendedores
farmacéuticos. No estaba para atender nada, podía tirarla directamente a la
papelera o antes de romper el sobre leer el contenido. Decidió que la abriría
más tarde. La dejó sobre la mesa del salón, se recostó en el sofá y cerró los
ojos. Todo se arremolinaba en su cabeza, el hospital, pacientes, embarazadas,
mujeres con enfermedades vaginales, prostitutas, revisiones de mayores y más
jóvenes, y la adolescente inquieta, temblorosa. Ella teniendo que tomar
decisiones, ¿quién era ella para decidir? “Y tus padres?”, “mis padres no, por
favor”. Luego, salir corriendo para recoger a los niños de las últimas
actividades, la ducha, la cena.
Si Alberto no estuviera siempre de
viaje, tendría una ayuda, compartirían los trabajos, comentarían sus dudas,
sería un apoyo frente a tanto sufrimiento como el que desfilaba a diario por su
consulta. Alberto era como un fantasma, apenas se veían.
La lancha se deslizaba por las aguas
tranquilas del lago Pátzcuaro. El remero lo cruzaba una vez más, como tantas en
que llevaba a los turistas de una margen a otra. Julia apretaba a los mellizos
sentados a cada lado suyo, como si debiera protegerles del hechizo de sus profundidades.
Un aliento invisible la rodeaba, un soplo que le sobresaltaba, que no la
dejaría hasta que respondiera afirmativamente a su deseo-mandato.
Desembarcaron cerca del hotel. El Portón del Cielo se alzaba majestuoso
haciendo honor a su nombre. Tras la cena, subió con los niños a la suite, en el
último piso. Desde que llegaron a México, dos días antes, no habían hecho
preguntas, les dio las respuestas justas al salir de Madrid. “Sólo estaremos
fuera una semana, es importante”. A Miriam y a Juan les pareció bien, viajar
siempre les parecía bien, les daban igual los motivos de la madre.
Les contempló, estaban profundamente dormidos
en sus camas, ella no podía hacerlo. Nada más llegar, la sombra se había convertido
en una visión, era un espectro que se acentuaba y le susurraba que ese era su
día y, ahora que no quedaba luz en el horizonte y el sol dejaba paso a la luna
naciente, comenzaba su noche. Una angustia nueva y vieja a la vez la torturaba,
desde que tomó la decisión de acceder a la cita y coger el avión que la
llevaría hasta la misma Ciudad. Sin saber cómo, se encontraba rodeada de lujo, bloqueada
por millones de dólares que la cubrían entera como una túnica interminable.
Echó una mirada a los niños, no se
despertarían. Salió de puntillas, en la recepción dio una generosa propina al
conserje para que se ocupara si tenían algún problema, luego cogió un taxi, se
mezcló entre la multitud de catrinas y máscaras que danzaban por las calles e
intentó deshacerse de la angustia que la consumía.
¿Habría leído Alberto su nota? La
recordaba al pie de la letra, la había dejado sobre la mesilla de noche.
“Supongo que mi ausencia no te importará, a fin de cuentas, apenas nos
hablamos, casi no nos conocemos. He liquidado mi contrato en el hospital por una
vida mejor. No tengo intención de volver. Me llevo a los niños una temporada,
hasta que quieras verlos. Entonces llegaremos a un acuerdo para compartir la
custodia. En cuanto tenga una dirección fija te la mandaré”.
Luego escribió al señor Antúnez, apoderado de
su tía Ernestina, fallecida en México hacía una semana. Le comunicaba que para
recibir su legado como única beneficiaria debía personarse en la ciudad lo
antes posible.
Se sumió en el torbellino de las ánimas que se
agitaban, sarcásticas, haciendo bromas a sus parientes. Su tía estaba allí, la
presentía y la cercaba. “Eres mi única heredera, la hija de mi hermano”,
repetía en un murmullo, el eco atronaba sobre su cabeza y rebotaba en su cuerpo.
No parecía dispuesta a abandonarla y debía resistirse, debía hacer algo.
Comenzó a temblar de rabia. Se dirigiría al
Camposanto, la visitaría en su tumba, en su nuevo hábitat entendería que ella
no era así.
Lo
vio enseguida. Era el mausoleo del ángel con las manos juntas, enorme,
exultante. En la lápida de mármol la inscripción decía:
ERNESTINA GONZÁLEZ (28 de
octubre de 2018)
Se
sentó sobre ella y le respondió.
“¿Por
qué me has hecho donación de todos tus bienes? ¿Por qué lo dejé todo pensando
comenzar una vida de riqueza en un país distinto? No nos conocíamos. Firmé agradecida,
ante notario, la aceptación de la herencia. Ahora que sé cuáles eran tus
boyantes negocios, voy a renunciar. No podría nunca vivir a expensas de la cadena
de casas de prostitución que me transfieres”.
Julia
regresó andando al Portón del Cielo. Se
había quitado de encima una losa más pesada que todas las lápidas. Por el
camino pensó en la adolescente que le pidió abortar, en su mirada suplicante,
en las múltiples violaciones silenciosas y en las redes de prostitución que le
estremecían. Tendría que empezar de
nuevo en un lugar extraño, pero no volvería.
Lejos,
el lago Pátzcuaro reflejaba la sombra del hermoso hotel. Alberto no la había
llamado.
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