Madò Coloma era vieja,
con una edad indefinible. Las arrugas plagaban su rostro como caminos secos.
Tenía los cabellos blancos, muy cortos, el cuerpo menudo y huesudo. Vestía
conforme a sus largos años, siempre de oscuro, usaba zapatillas de paño, en invierno
y de tela, en el verano. Los días de fiesta se endomingaba; se atrevía a romper
el negro con una camisa blanca y una saya opaca, ofreciendo, como contraste, el
aspecto de una ficha de dominó. En el pueblo era considerada la más anciana;
hasta su habla era angosta y áspera, como ella misma, pero eso no le quitaba
encanto a la hora de explicarse. Madò Coloma era fuerte, caminaba mucho sin
cansarse, hacía las tareas de la casa y cuidaba su pequeño huerto. Ella sabía
que no era tan vieja como aparentaba, aunque no recordaba su fecha de
nacimiento.
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